He leído todos los libros de poesía de Alejandro López Andrada. El suyo es un mundo singular que encuentra ecos palpables en otros escritores cercanos en latido y en visión: pienso no solamente en el caso evidente y conocido de Julio Llamazares y La lluvia amarilla, sino también en el Antonio Colinas de Días de Petavonium. Aquí hay un escenario que solo vive ya en los ojos de su protagonista, que es el hombre silente, con su pulso de roca, que lo vive y lo escribe, que lo mantiene intacto y lo recrea, con su profundidad de campo y de frontera, llegándolo a mezclar con su propia sangre aquilatada, en la que también arden el romero y la encina. No se trata solo de una manera de escribir, aunque podría. La de López Andrada, un autor que es esencialmente poeta, su estilo de escritor, es una sucesión de imágenes combadas en una luminosa bóveda de cuarzo, un deslumbramiento exacto en los matices que conocen el tacto de las hojas, la rugosidad mortecina de un pájaro, la fiebre de un relámpago que atraviesa de pronto la soledad de un hombre. Pero más allá de su ritmo con imágenes, de su detallismo mineral, nos ofrece también una ruta interior por los caminos de regiones baldías, que una vez fueron fertilidad de voces y de bocas, de una vida plena desde la sencillez que nos recuerda. Los libros de poemas de Alejandro tienen la virtud de su autenticidad, de no intentar nunca aparentar aquello que no son: abrazas ese mundo, su sendero esquilmado de aire y trigo, de miel en las laderas del cansancio, o lo dejas atrás. Pero incluso en ese caso, si has leído El cazador de luciérnagas o Las voces derrotadas, sabes que ahí late un universo. Una voz. Su timbre. Por eso que este lunes presente en Córdoba El horizonte hundido (Hiperión), su «poesía desreunida», es una buena noticia. No se trata de una poesía casi completa, sino de una sabia selección de Antonio Colinas. Creo --a veces-- en las obras reunidas, pero más en la poda si nos descubre a un hombre.

* Escritor