Cuentan que Iniesta es una buena persona, y a buen seguro será un buen padre y un buen hijo y hasta buen cuñado, incluso puede que haga buen vino en Albacete (lo cual es harto mérito), aparte de ser un excelente futbolista que pasó a la historia con aquel gol de España a Holanda en el minuto 93, que significó el primer mundial de la Roja; pero encuentro desmedido el sinfín de homenajes multitudinarios y despedidas que este país le viene rindiendo desde que anunció su marcha a un país asiático. Empezando por el flamante presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, cuyo primer acto oficial ha sido entregarle a Iniesta la Gran Cruz del Mérito Deportivo, y ojo que eso lo hizo antes de nombrar al ministro de Cultura. Andrés Iniesta, no lo olviden, se va a Japón cobrando algo así como cien millones de euros al año por tres comprometidos, además de endosarle a los japos toda la producción de las bodegas de su familia. Ahora está en el mundial de Rusia, y ahí también se embolsará otro pastón, que será más o menos lo que un joven de su edad pueda ganar en cinco vidas. Y no regateo para nada sus habilidades con el balón ni la fe ciega en el jugador de todos los aficionados culés y de otras latitudes, puesto que de fútbol es de lo único que nos hablan en el lugar más perdido donde se nos ocurra ir de vacaciones. Solo quiero señalar cuánto me gustaría por venir al caso --esta semana se ha celebrado el día del trasplantado--, ver algo parecido con médicos que han hecho posible en este mundo el milagro de la resurrección de la carne, que no es lo que leímos en el catecismo sino dar vida a los que la tenían perdida. Me acuerdo de los médicos olvidados que nos redimen del sufrimiento, de los cirujanos que salvan la vida a quienes ni si quiera conocen, como de los investigadores y científicos que en el laboratorio se dejan la vida para mejorar el mundo, de los maestros que nos iluminaron el camino para acceder al conocimiento, de los profesores de universidad que despertaron el potencial que desconocíamos tener, del alcalde que lo hizo bien en su pueblo y no metió la mano en el cajón, de los poetas y los escritores, de los arquitectos y urbanistas que no se prostituyeron cuando llegó la tentación del ladrillo. En este país donde han empujado a la jubilación a tantas personas en plenas facultades, que no querían dejar su puesto de trabajo y que han sido orillados como desechos de las empresas para ser sustituidos por jóvenes mal pagados, es inexplicable en quien se pare a pensarlo dos veces este ceremonial de laudes, botafumeiro y lágrimas que se tiene con quienes cambian de equipo, de país y de bando en función de sus intereses. Ya puestos, casi prefiero las despedidas de solteros que dejan alguna calderilla en mi barrio.

* Periodista