Ha muerto Antonio Guijarro Jiménez en Montilla el pasado lunes. Con él se cierra no solo una etapa personal y familiar, sino también una época, una forma de estar y ser en el mundo.

Antonio era hombre de campo. En él nació, se crió y vivió. Conocía sus recovecos, lo que pasaba e iba a pasar. Era un hombre afable pero también serio, de esa seriedad que da el campo andaluz, que es rigor, honradez, entrega y fidelidad; también con esa risa irónica y despreocupada, que da la buena educación. Sin alharacas, con toda la sabiduría de entender la vida, pero con la cautela propia de un hombre sabio que mira con una mirada que no pregunta, sino que afirma la cercanía, que te acoge y consuela. Junto a él uno se sentía seguro.

Mi vida, nuestra vida, será a partir de ahora distinta con su ausencia. Será difícil no recordarlo en el jardín de la casa, su jardín, que para él era una manera de seguir estando en el campo, entre las viñas, los olivos, la tierra que ahora le acoge.

Sé que ya nunca seré tan feliz como cuando íbamos a su lado en lo alto del tractor, o en el camión que conducía desde el cortijo de Montilla hasta Aguilar, en el Land Rover entre las lindes; en lo alto de la mula que venía con la hatería o entre las cajas de uva; o cuando nos reñía por alguna travesura. O en aquellos viajes al colegio de Sevilla en un Peugeot repleto. O subido a aquella Montesa que nunca me quiso dejar porque sabía del peligro de las motos.

Antonio ya no está; no sé con quién hablaré en Montilla de nuestro equipo del alma, su y mi Real Madrid al que siempre fue fiel, como a nosotros mismos. Ya no lo llamaré todos los sietes de abril (cumplíamos años el mismo día, él con 17 más).

Nosotros seguimos aquí, junto a su mujer Antonia, mi Antonia; sus hijos Antonio y Valle, sus nietos, sus hermanos, su madre Agustina, esa extraordinaria mujer, como era también extraordinario su padre, Juan Antonio. Y también estarán con nosotros sus hermanos ya fallecidos Juan y Rosauro. De la hiedra del jardín, como la muerte, nada se escapa, todo lo cubre.

La vida sin Antonio, es desde ahora más dura. En uno de mis últimos poemarios, La Casa, cuando ya estaba en imprenta, él me llamó y me dijo que un limonero del jardín se había caído. De urgencia le añadí al libro un poema dedicado a él, titulado Limonero:

«Antonio me ha llamado por teléfono./ El viento, buen amigo de los pájaros,/ ha derrumbado el limonero... Pero Antonio me ha dicho/ si quiero limones,/ aún verdes y amargos,/ vivos como el recuerdo».

Descanse en paz.