La marcha atrás de Emmanuel Macron suspendiendo durante un año la subida del impuesto sobre los carburantes que era originalmente el motivo de la protesta de los chalecos amarillos, ni los numerosos llamamientos a la calma evitaron que París se convirtiera otra vez en escenario de numerosas escenas de violencia, con unos 2.000 detenidos y decenas de heridos, pese a que el número de manifestantes era menor que el de las anteriores protestas de este colectivo multiforme y sin liderazgo claro.

La respuesta de las fuerzas del orden no consiguió detener los desmanes desatados por alborotadores e incontrolados de variada y opuesta adscripción. Y no solo hubo manifestaciones en París. La protesta se repitió en otras ciudades francesas. El chaleco amarillo fluorescente, cuyo objetivo es el de contribuir a la seguridad personal en caso de incidente vial, se ha convertido en el salvoconducto usado por quienes apuestan por generar inseguridad en una sociedad que sin duda tiene motivos para protestar, pero no para hacerlo de la forma caótica y violenta como la que se ha visto. Macron, totalmente superado por los acontecimientos, no puede hacer oídos sordos a las reivindicaciones legítimas de una parte de la sociedad, pero también debe restablecer el orden. La calle no puede dictar la agenda política ni erigirse en el demoledor de un Gobierno elegido democráticamente.