El debate público parte de las cifras pero no se puede quedar solo en ellas. Los datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) del 2017 son buenos si se comparan con los de los años de la crisis económica. España generó más empleo y, en términos estadísticos, se aproxima a los niveles de ocupación de los ejercicios previos al hundimiento de la deuda. Pero ese balance que el Gobierno exhibe legítimamente no nos puede dejar satisfechos. Estamos ante un empleo más precario y peor retribuido del que tomamos como referencia. Bajar la tasa de paro del 25% al 16% en España es un éxito en términos absolutos, pero no puede dejar a nadie tranquilo, ni al ejecutivo ni a los agentes sociales ni a la población. Un ejemplo claro es el de Córdoba, que aunque se ha situado en su nivel más bajo de desempleo de los últimos siete años, con una caída del 11,3%, basa el tirón en la agricultura y en la contratación de personas sin empleo anterior, es decir, que se incorporan por primera vez al mercado laboral con situaciones inestables y sueldos bajos. Y la tasa de paro de nuestra provincia está en un 27%, la tercera más alta del país.

Por tanto, hay que seguir avanzando por la senda de la competitividad, pero acompasándola con la de la productividad. La línea que han señalado esta semana UGT y CCOO es la correcta y los empresarios y la Administración deben recoger el guante. Mejorar la productividad implica un cambio en la cultura de las relaciones laborales en España pero también un cambio de modelo económico. Significa que las empresas tienen que asumir inversiones para que, junto a la reducción de costes laborales, se contemple una mejora de los productos y un aumento de su valor añadido. Y exige que la administración focalice sus ayudas lejos de los sectores puramente especulativos y de aquellos que, aún siendo obsoletos, se mantienen artificialmente.