Es innegable que las cifras de paro juvenil (menores de 29 años) que se alcanzaron durante la crisis económica eran insostenibles. La cifra más elevada se produjo en 2013, cuando más de un 60% de nuestros jóvenes menores de 25 años estaban desempleados (según datos del INE), siendo esta tasa prácticamente 30 puntos más que la tasa de desempleo media nacional. Obviamente, esta cifra presentaba matices en función de la formación alcanzada, siendo menor a medida que crecían las etapas de formación superadas. Desde la salida de la crisis, se ha intentado reducir este número implementándose varias políticas dirigidas a aumentar el empleo para los jóvenes. La UE creó la Iniciativa de Empleo Juvenil, dirigida principalmente a «ninis», que ha contado con unos 8.800 millones de euros para el período 2014-2020, de los cuales España accedió a 1.900. En el ámbito nacional, se ha creado, este año, el Plan de Choque por el Empleo Joven que cuenta con unos 2.000 millones de euros, y que ha sido fruto de la llamada de atención de la UE en 2017, cuando nos dijeron que se debían mejorar la efectividad de la garantía del empleo juvenil, los servicios públicos de empleo y la cooperación entre los diversos servicios sociales.

De este modo, es cierto que la cifra de paro en menores de 29 años ha disminuido considerablemente y en 2018 supuso alrededor de un 26% para España (según datos de Eurostat). Sin embargo, seguimos siendo el tercer país de la UE con más desempleo en jóvenes y, desde luego, aún estamos muy lejos del 12% de media de la UE de los 28. Es más, esta cifra de desempleo resulta aún más alarmante si consideramos varias cuestiones. Primero, el paro aumenta bastante en las cohortes menores de 25 años. Segundo, el informe Inserción laboral de los egresados universitarios, elaborado para el año 2018, recoge que el 27,7% de los titulados universitarios que se habían graduado en 2014 todavía no había encontrado trabajo. Tercero, el Informe del mercado de trabajo de los jóvenes indica que el perfil del joven que está trabajando es de asalariado con contrato temporal, empleado en el comercio al por mayor o por menor y con educación superior, es decir, se necesitan muchos estudios para poca estabilidad y en una rama del sector servicios. Ante esta realidad nos podemos preguntar en qué está fallando nuestra economía.

Desde mi punto de vista son dos los principales escollos: la estructura de nuestro sistema productivo y la formación adquirida. Al primer punto ya me he referido anteriormente en este artículo, aunque por motivos diferentes. Está claro que nuestra estructura productiva no es capaz de generar suficiente número de empleos para la población activa que tenemos (¡ojo! que nuestra población activa es baja en comparación con la UE) y eso afecta a todas las edades, pero sobre todo a los jóvenes. Además, nuestra economía sigue basada en el sector servicios y, más concretamente, en actividades donde se tiende a la temporalidad, algo no necesariamente negativo cuando se entra en el mercado laboral si tuviéramos una economía dinámica donde el tiempo para encontrar otro empleo fuera reducido; a esto se une que generamos trabajo de bajo valor añadido, es decir, sujeto a salarios peores. Conjuntamente, algunos economistas afirman que ya se está empezando a ver el efecto de la subida del salario mínimo interprofesional (SMI) a 900 euros, con pérdidas de empleos donde se cobraba el SMI lo que también afecta ampliamente a los jóvenes, mientras que otros hablan de las barreras de entrada al mercado laboral por la complejidad burocrática vinculada a las contrataciones, por el impuesto que se ha de pagar por el trabajo denominado cotizaciones sociales y por el aún elevado precio de los despidos que, en la realidad, prácticamente impide despedir a los trabajadores menos productivos para nuestras pymes. Desde la educación, todos deberíamos hacer una reflexión. Un porcentaje muy elevado de jóvenes, alrededor del 35% frente al 15% de la UE, abandona la formación tras la de carácter obligatorio (según datos de la OCDE). Otro elevado porcentaje de jóvenes (40%) tiene estudios superiores, siendo la formación profesional de grado medio mucho menos demandada que en la UE e incluso algo denostada (24% frente al 45% de la UE). Sobre esto redunda el mantra, no alejado de la realidad, de que la formación universitaria no se ajusta a las demandas de las empresas. Todo esto pinta un cuadro poco esperanzador si no atajamos los verdaderos problemas estructurales que nos provocan este agujero negro, que parece ir tragándose un mejor futuro económico para nuestro país.

* Profesora de Economía Financiera

Universidad de Córdoba