En las últimas semanas oigo hablar demasiado de delitos de odio. La reforma del código penal del 2015 ha propiciado un aumento de las condenas por este delito, tipificado en el artículo 510, que no puedo analizar desde un punto de vista jurídico, pero sí quisiera hacer notar dos cosas que me desconciertan: una confusión y una perversión.

En primer lugar, la confusión. ¿El calificativo de odio no debería ceñirse al ámbito de los sentimentos y las relaciones personales? No seré yo quien defienda actitudes ni expresiones de odio ni en público ni en privado, porque no ayudan a construir comunidades, pero aquí estamos hablando de la aplicación de un código penal. Creo que el odio solo debería ser de delito cuando se traduce en hechos concretos, objetivables y demostrables; y entonces el sentimiento que los haya provocado resulta indiferente.

Recordemos además que es la incitación al odio lo que está penado, aunque ahora se confunda interesadamente con expresiones de odio y, por tanto, se esté entrando en colisión directa con la libertad de expresión. Si mi odio hacia una persona o un colectivo se convierte en una discriminación en un proceso de selección de personal o en clavar puñetazos, entenderé que yo pueda ser sancionada, precisamente porque el código penal está destinado a la protección de estas personas.

Y aquí viene la perversión, porque, hablando de proteger... Ya es triste que una reforma que se hizo para proteger a los más colectivos más débiles de los ataques «por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad» se esté usando para limitar derechos como el de expresión, manifestación o reunión. Lo que no puede ser es que lo que nació para proteger a las minorías se convierta en un instrumento del poder para castigar la crítica necesaria en una sociedad madura.

* Periodista