La Iglesia católica está teniendo ocasión de comprobar con los escándalos producidos dentro de su seno que si a la naturaleza se le cierra la puerta entrará por la ventana. Los últimos de los que hemos sabido en España han sido los de la abadía de Monserrat, negados por el abad reiteradamente desde hace tantos años, y los de los curas de Tarragona que abusaron de menores, disculpados en un principio por el arzobispo Jaume Pujol, y que han acabado haciéndole renunciar de su cargo ante el Vaticano. El descrédito doctrinal de la Iglesia en materia de sexo es indecible y su empeño en negar lo evidente, imperdonable. Siglos y siglos lo ignoró; ahora en España, llama ignorantes a quienes tiran de la manta aún a riesgo de apechugar con los católicos bienpensantes. Y ateos, irresponsables y perversos a los niños, hoy adultos, que fueron víctimas de abusos de frailes lascivos. Esta semana, también en Italia ha salido el bueno del Papa a pedir perdón por haber puesto sordina a las voces que denunciaron los abusos de curas rijosos contra monjas. Los casos se han extendido por todos los continentes. En Chile, han trascendido las denuncias de seis hermanas del Buen Samaritano. En Italia, una religiosa confesó que había sido agredida por uno de sus confesores. En India, otra misionera denunció a un obispo por haberla violado repetidas veces. Una vez más, al oprobio siguió la cobardía de obispos y prelados. Y no hay semana que, en cualquier parte del mundo, no salte un escándalo de pederastia dentro de los muros de un convento, un colegio o una congregación. Pero mientras Francisco se da golpes de pecho y afronta como puede un pasado tan negro, se niega tajante a terminar con el celibato, silicio que yugula el sano ejercicio del amor y el sexo por puro gusto. Esto no tendría que ver con el maltrato y el abuso a menores, que es un comportamiento delictivo, pues en todos los ámbitos de la vida puede emerger un depredador sin conciencia ni moralidad, pero sí tiene que ver con la represión sexual a la que, aparentemente, son sometidos todos los miembros de la Iglesia. Una represión que no es fiable, ni buena ni saludable, porque a la postre ya ven lo que vamos conociendo, a pesar de la resistencia a propagar tales noticias. Por eso, «¡Desátalo, Francisco!», como Caperucita le suplica a Francisco de Asís al contemplar el amor encadenado en su visita al museo del cielo, en La balada de Caperucita, obra del primerísimo Lorca. Quita el celibato ya, Francisco; no ves que te quedas sin parroquia «Desátalo, Francisco!/ ¡Quítale las cadenas que me da mucha lástima!». La Iglesia puede seguir ajena a la llamada de la carne, pero ya nadie se traga lo de las duchas frías.

* Periodista