Dicen que el camino del infierno está empedrado con buenas intenciones. Y si encima resulta que hay adoquines malintencionados pues… derechito al averno. Un ejemplo son los muchos reglamentos y directivas europeas que más que desarrollar una ley determinada lo que hace es acabar con su espíritu. Les voy a poner un ejemplo: la Ley de Protección de Datos.

Verán: recientemente ha entrado en vigor una directiva de Bruselas para reforzar la seguridad mediante dos vías de acceso, y para cumplir con el precepto, mi banco me ha obligado a instalar una app en el móvil. Pues muy bien. Si antes la entidad financiera ya conocía casi todo de mí, ahora con ese programa (que me obligaba a permitir acceso a la ubicación, imágenes, etcétera) ya puede conocer dónde estoy, cuando uso mi móvil, qué fotos contiene, qué imágenes se le quedan desde las redes sociales… ¡Pues vaya una forma de proteger mis datos! ¡Toda esa información al alcance de una entidad de la que apenas me fío! A fin de cuentas, solo recuerdo una vez que me hayan hackeado el ordenador y algún atraco en la calle, mientras que son innumerables las veces que me he sentido engañado por las comisiones de los bancos. Porque cada vez que alguien idea un sistema para proteger datos, se acaba volcando en la red tres veces más información personal y abriendo muchas más puertas a intrusos que las que existían antes. Otro ejemplo: el reglamento que desarrolla la Ley de Protección de Datos exige que determinada información en papel sea custodiada en una caja de seguridad específica y eliminada con un destructor de papel homologado, cuyas características deben ser comunicadas y verificadas por la autoridad. Por lo tanto, hasta los datos sobre los cacharros para proteger datos acabarán en la red. De locos.

Y un último caso: si bien los expertos informáticos insisten en la necesidad de actualizar programas para mejorar la seguridad de nuestros equipos informáticos, cada vez que actualiza las aplicaciones mi ordenador o mi móvil me encuentro con un follón. O deja de funcionar el programa, o me ha cambiado la rutina o me pide un sinfín de pasos, contraseñas olvidadas y mecanismos para demostrar mi identidad que me ocupan toda una tarde. Hace unos días me encontré con mi web Whatsapp hablándome en inglés, poco antes con Facebook totalmente desconfigurado y mi correo personal de toda la vida me hizo perder horas porque está ligado a un número de teléfono que ya no tengo.

Igual que se habla de nativos y de emigrantes digitales, creo que ha llegado el momento en mi vida de asumir mi condición de prejubilado informático y de gritarle al ordenador que si él quiere actualizarse, el que no lo desea soy yo. Estoy bien como estoy y, como dice el refrán inglés, «si algo no está roto, ¿para qué arreglarlo?» ¡Unámonos, desactualizados del mundo! Reivindiquemos como derecho universal el elegir que nos dejen los programas como están y no nos metan más cebos para comerciar con nuestros datos.