En el artículo precedente concluíamos afirmando que tanto PP como Ciudadanos se postulan legatarios de UCD. Nada más en las antípodas de la realidad, porque el único partido puramente centrista que ha habido, desde la llegada de la democracia, fue aquel conglomerado de formaciones incipientes que, capitaneadas por Adolfo Suárez, fue capaz de ganar las dos primeras elecciones que finiquitaron la dictadura, desapareciendo a renglón seguido. Un episodio político inverosímil, sin parangón y del que vamos a dar nuestra modesta versión.

En UCD, como en todos los partidos, hubo afiliados muy lejanos de su tuétano ideológico. Joaquín Garrigues alguna vez se quejó de que en la formación existieran los que él llamaba «liberales de Fuerza Nueva». Pero la médula dirigente e influyente practicaba un centrismo de libro. Pensamos, concretándolo individualmente, en Suárez, Garrigues, Lasuén, Álvarez de Miranda, García Añoveros, Abril Martorell, Fernández Ordoñez, Justino Azcárate, Landelino Lavilla, Mayor Zaragoza, Alberto Oliart, Jiménez de Parga y un etcétera amplísimo.

Entonces, ¿por qué se produjo una extinción tan rápida como la que afectó a los dinosaurios? Pregunta difícil cuando, para mayor perplejidad, en la legislatura constituyente, sacudida por los crímenes etarras y la inflación disparada, UCD funcionó como la seda. A nuestro entender no hay una sola causa sino diferentes motivos concatenados. Calvo Sotelo, en sus semimemorias, atribuye los hechos a que los partidos políticos no pueden constituirse desde el poder, como sucedió en UCD que, partiendo de un magma democrático, fue creado en otoño de 1977, siendo los fundadores que suscribieron en el Palacio de Congresos de Madrid el acta notarial que daba fe del alumbramiento del partido, todos los parlamentarios del conglomerado.

Ahora bien, una vez aprobada la Constitución y convocadas nuevas elecciones generales --marzo del 79- se iniciaron los males de UCD, siendo secretario del partido Rafael Arias Salgado, que circulaba con vitola socialdemócrata y era hijo de uno de los ministros más integristas que tuvo Franco. Decimos «los males» porque, en virtud de decisiones suyas, fueron excluidos de las listas electorales algunos «camisas viejas» de la formación que, como precisamos anteriormente, habían suscrito el documento fundacional del partido centrista. Eso originó en determinadas provincias --en Córdoba, no--, un malestar que se generalizó cuando al nombrar Suárez el nuevo gabinete, tras los comicios que volvió a ganar UCD, se dejó influir por la recomendación de Arias Salgado -conocido en algunos sectores como Arias Malvado- y prescindió de los barones en las tareas ministeriales. Siendo la excepción Joaquín Garrigues, que siguió como ministro sin cartera, porque se conocía la gravísima enfermedad que, pocos meses después, puso término a su vida.

A todo eso se sumó la circunstancia de que en la investidura de Suárez, este quiso permanecer al margen y que cada ministro en funciones defendiera el programa de su área. Una actitud sin antecedentes en el parlamentarismo democrático que no se llevó a efecto porque Landelino Lavilla, experto en derecho público comparado, se lo hizo saber al presidente con una lealtad que en aquel momento no fue bien entendida.

A partir de ahí, y aunque el grupo parlamentario nunca dejara en toda la legislatura de votar en bloque, se inicia una cuesta abajo, magnificada por ciertos medios de comunicación social, a la que contribuyeron tres crisis ministeriales muy desgastadoras de la credibilidad y el sosiego, pues en este país más daño acarrea una crisis que conservar varios ministros ineficaces.

En medio de dicha cuesta abajo, Fraga, que odiaba absolutamente a Suárez y en gran medida a UCD, se mostró como un lobo feroz en la moción de censura instada por Felipe González con el que estuvo, aunque no lo votase, muy condescendiente, ya que entonces incubó la idea extemporánea de resucitar el turnismo de la época de la Restauración en donde él asumía el rol de Cánovas y González el de Sagasta. A ello, debemos añadir la implantación de un clima enrarecido y la idea, cada vez más asumida en UCD, de que «devuelta España a los españoles» (Julián Marías), su tarea había concluido. Situación deseada por bastantes parlamentarios que querían reintegrarse a las profesiones que habían dejado en suspenso. La prueba de este aserto es que, de los 286 parlamentarios --entre diputados y senadores-- de 1979, tras la desaparición del partido centrista, solo siguieron en la política activa, con otras siglas, menos del 20%.

Después de estas ideas, expresadas a galope tendido, nos queda insistir en que, finalizada UCD, desapareció del horizonte el centrismo a rajatabla, sin contaminaciones, sin vaivenes, sin gentes buscando constantemente el sol que más calienta. Por eso, nos entristece su ausencia y que en los últimos tiempos, por muy variadas circunstancias, nuestro sistema democrático haya sufrido un retroceso que ojalá resulte pasajero y quienes se declaran centristas a boca llena lo sean de verdad. y por su dialogante moderación los reconozcamos.

* Escritor