Deportación es una palabra que suscita el recuerdo de pesadillas históricas, y si se expresa en plural el escalofrío es mayor. Esto es lo que va a hacer Donald Trump. Su antecesor en la Casa Blanca no fue tierno en este tema. Obama deportó casi a tres millones de personas indocumentadas, pero creó programas para ayudar a la regularización. A Trump no le interesa la integración. No quiere dar un marco legal a los simpapeles. Quiere que desaparezcan de territorio estadounidense en sintonía con buena parte de sus electores. La medida puede afectar a 11 millones de personas sin papeles pero en su mayoría con trabajo. Para acometer las deportaciones masivas, Trump promete crear 15.000 empleos para nuevos agentes de inmigración, con toda la autoridad para detener a extranjeros sospechosos. Esta discrecionalidad resulta muy preocupante ya que los afectados dispondrán de pocas garantías. El anuncio coincide con el grito de alarma lanzado por Amnistía Internacional en su informe anual centrado en la política de demonización del otro, que solo engendra miedo y división. Trump es el máximo ejemplo de esta política inhumana. Pero no es el único. Las políticas basadas en cierres de fronteras, en el nosotros contra ellos, se multiplican en países incluso de larga tradición democrática en un dramático y peligroso retorno al caldo de cultivo generado en los años 30 del siglo pasado, de tan funestas consecuencias.