Viendo por TV las imágenes del asalto al Capitolio el pasado 6 de enero, muchos habremos recordado el intento de golpe de estado del 23-F. En ambos casos, los asaltantes pretendían interrumpir importantes votaciones en sede parlamentaria: la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, en el caso español, y la ratificación de la elección de Joe Biden, en el caso americano.

No obstante, hay algunas diferencias. Los asaltantes al Capitolio no han sido militares en activo, mientras que en España había una importante trama militar detrás. Pero la más importante diferencia es el papel tan distinto desempeñado por la más alta jefatura del Estado en los dos casos: el presidente Trump jaleando a sus partidarios a tomar el Capitolio, mientras que aquí el rey Juan Carlos frenaba a los golpistas y se ponía al lado de la democracia y sus instituciones.

Más allá de este paralelismo formal entre los dos acontecimientos, lo sucedido en Washington ha tenido gran eco internacional por la importancia de los EEUU como primera potencia mundial y como faro que ha iluminado a muchas democracias en el mundo. Por eso, los graves incidentes del 6-E en el Capitolio obligan a una reflexión sobre la situación de crisis a la que ha llegado la democracia norteamericana. También nos incita a pensar en la fragilidad de los sistemas democráticos en general, y en la amenaza de los populismos, cuyo rasgo principal es no respetar el funcionamiento de las instituciones y transgredir las reglas de juego de la democracia a su conveniencia.

Como en los espejos cóncavos de Valle Inclán, la imagen que hemos visto por la TV del asalto al Capitolio ha sido la de un esperpento de la sociedad americana. Es una imagen deformada, pero real, de un país como los EEUU al que se le ha admirado siempre por la robustez de sus instituciones, pero que desde hace algunos años muestra una serie de grietas por las que se les ve sus problemas de convivencia y que deterioran su imagen ante el mundo. Entre esas grietas la más importante es la grave fractura social que se refleja en la fuerte polarización política existente.

La democracia es un sistema político que se legitima por la legalidad de sus procedimientos, pero también por sus resultados en la cohesión social y el bienestar de los ciudadanos. Si en un país, esos resultados no son percibidos por la ciudadanía, la democracia no funciona, y se buscan alternativas fuera del sistema institucional. El fuerte liderazgo de un político antisistema como Trump (que ha obtenido más de 75 millones de votos en las pasadas elecciones) refleja la falta de confianza en las instituciones democráticas de gran parte de la población norteamericana.

Por eso, recuperar la confianza en las instituciones es la principal tarea de Biden como primer paso para suturar las heridas de una sociedad dividida y volver a unir al conjunto del país. El sociólogo R. Putnam publicó a finales de los años 1990 el libro ‘Bowling alone’ (Jugar en la bolera, solo) donde se refería al declive de la confianza (capital social) de los norteamericanos en las instituciones y su consiguiente repliegue comunitarista.

Siguiendo esa línea de reflexión, cabe señalar que el reto de Biden consistiría en restablecer la confianza institucional de los ciudadanos contribuyendo a promover un capital social tipo «bridging», que es el que establece puentes entre personas de grupos distintos desde el punto de vista cultural, racial, político... De ese modo se podrá neutralizar el elevado nivel de capital social tipo «bonding» que existe actualmente a ambos lados de la fracturada sociedad norteamericana y que, al ser una confianza basada en las emociones, atrinchera a las personas dentro de su propio grupo generando la alta polarización que se observa hoy en los EE.UU.

La dilatada experiencia de un político moderado como Biden, con un estilo respetuoso y dialogante tan distinto a la soberbia y arrogancia de Trump, puede ayudar, pero no será suficiente. Hará falta que se produzcan resultados rápidos y tangibles que devuelvan la confianza en las instituciones.

La grave crisis provocada en EEUU por la pandemia covid-19, con profundas desigualdades económicas y sociales, además de sanitarias, puede verse como un problema para ello. Pero también puede ser una oportunidad si la nueva administración Biden es capaz de controlar la expansión del virus y hacer una rápida vacunación de los ciudadanos. Sería un buen comienzo a nivel interno para que la ciudadanía norteamericana recupere la confianza en sus instituciones y en quienes las gobiernan.

A escala internacional, la vuelta al multilateralismo abandonado por Trump en el ámbito de las relaciones comerciales o del cambio climático ayudaría a mejorar la imagen externa de los EE.UU. y a recuperar la confianza de sus tradicionales aliados (en especial, la UE).

Los lamentables sucesos del 6-E en el Capitolio invitan, en definitiva, a una reflexión más general sobre la fragilidad de los sistemas democráticos. Cuesta mucho esfuerzo construir una democracia, pero más aún cuesta conservarla viva y pujante. En democracia, las instituciones tienen que ganarse el respeto y la confianza respetando las reglas de juego, funcionando de forma transparente y mostrando voluntad de cooperación y de alcanzar acuerdos entre todos los partidos políticos en ellas representados. Pero también tienen que ser útiles para resolver los problemas de los ciudadanos y mejorar sus condiciones de vida.

Si no es así, la imagen que verá la democracia al mirarse al espejo será la imagen deformada de los espejos cóncavos. Verá un esperpento de lo que fue y ya no es, recibiendo el rechazo de unos ciudadanos incapaces de identificarse ya con ella. Una reflexión que sirve para lo ocurrido en los EEUU pero también para las demás democracias del mundo.

* IESA-CSIC