Ahora que hasta los partidos políticos conservadores hablan de cambio, sufro la paradoja de vivir instalado en un permanente dèjá vu. A diario experimento la inquietante sensación de haber vivido con anterioridad muchas de las situaciones que jalonan mi existencia cotidiana. Temo estar perdiendo la cabeza.

En un principio, lejos de resultar alarmante, este regreso al pasado resultaba inocuo e incluso gratificante, y así me satisfizo creer haber visto antes a Rafael Nadal alzar el trofeo de ganador del torneo de Roland Garros; el ridículo alcanzado por España en el festival de Eurovisión; o la humanitaria propuesta para ampliar las zonas de sombra en el recinto ferial del Arenal. Menor alegría me produjo el vago recuerdo evocado al consumarse el descenso del Córdoba C.F. a segunda división B, y la predicción de que la temperatura este verano será la más elevada de los últimos ochenta años. Siento que no es la primera vez que se celebra una boda hortera entre famosos en la catedral de Sevilla.

Me rebelo ante la creencia de haber leído anteriormente que dos mil inmigrantes perderán la vida en el Mediterráneo; que hay cavernícolas que consideran de peor condición a quienes se enamoran de alguien de su mismo sexo; y que, en un maldito orden de factores, un canalla ha asesinado a su esposa y luego se ha suicidado.

Como la política todo lo alcanza --pese a los tan cacareados aires de renovación-- percibo como ya conocidas las audaces medidas implementadas por el Gobierno de la nación, como la meticulosa organización del funeral de Francisco Franco; el tesón en la elección como portavoz de quien mayores dificultades tiene con el lenguaje; o la amenaza de una nueva convocatoria electoral a la que aboca el indisimulado anhelo de algunos por subirse al coche oficial. No me resulta novedosa la sustancial mejoría que experimenta el país cuando quienes lo dirigen ven mermadas sus competencias por ostentar el cargo «en funciones». Creo haber oído antes la prioridad por el empleo expresada por el nuevo regidor municipal en su discurso de investidura, y la apremiante necesidad de actualizar (dichoso eufemismo) los sueldos de los políticos recién aterrizados. Juraría que en otro tiempo se ha juzgado en el Tribunal Supremo a una banda organizada para dar un golpe de Estado, y no es la primera vez que escucho al expresidente Rodríguez Zapatero balbucear incoherencias en sus declaraciones públicas.

Ayer, en la sobremesa, encendí el televisor para ver la nueva programación veraniega, y comprendí que mis males no tenían remedio. Desde la pequeña pantalla me sonreía Jordi Hurtado.

* Abogado