Nada hay «más placentero hoy día que convertirte en heterodoxo desde la antigua ortodoxia para plantarle cara a los imbéciles». Son palabras de Alberto Díaz-Villaseñor, que publicó en uno de los artículos con que nos regala desde hace tiempo en este mismo periódico; clarividentes, demoledoras, valientes y también precisas. No lo conozco personalmente, pero lo leo con asiduidad. No solo escribe bien, sino que lo hace con prosa certera y cargada de sarcasmo, agudeza, oportunidad y sentido crítico, como buen conocedor de nuestra lengua y observador privilegiado; una de esas voces que no abundan y con la que me identifico a menudo: debemos ser más o menos de la misma quinta y compartimos dosis similar de desconcierto ante una realidad que supera a diario la imaginación del escritor más surrealista, incluso esquizofrénico. Porque, ¿qué nos queda más allá de la palabra cuando se tiene la percepción casi tangible de que caminamos irremediablemente hacia el desastre? Hace una década nos pilló de sorpresa dado que nunca antes habíamos conocido una situación similar, pero esta vez cuesta arrancarse la impresión de vivir un déjà vu que nos dejará, sospecho, con la cartera en los huesos, el alma desahuciada y la rabia instalada en las entrañas por no haber sabido parar a tiempo lo que estaba en la mente de todos y veíamos venir. Al final, como siempre, los platos rotos los pagarán de nuevo los mismos: parados, autónomos, trabajadores en precario y esa castigada clase media que hace lo que puede cada mes con su menguada nómina, mientras ve cómo se potencia la economía sumergida, crecen las clientelas y la cultura del subsidio, proliferan los corruptos, y se compran votos a golpe de talón bien provisto de fondos públicos. Pero, ¿a qué preocuparse? En España hay tanto dinero negro que el personal, ya sea de Villa Arriba o de Villa Abajo, puede permitirse seguir viviendo a todo tren sin miedo al mañana. Difícil para algunos en tales circunstancias no sentirse extraterrestres; marginados liminales que habitan fuera de los parámetros convencionales; seres que quedaron anclados en valores ya inexistentes, volátiles como humo; zombis trasnochados a la caza de sangre que buscan estérilmente diluida en palabras tan extrañas como disciplina, mérito, esfuerzo, capacidad, ética, lealtad, coherencia, honradez, integridad, respeto, valentía, educación o compromiso, sin percibir que pertenecen a la época en la que aún estaban vivos.

Sabido es que habitamos en un país lleno de contrastes; que nuestra riqueza étnica y cultural viene de muy antiguo y en vez de ponerla al servicio de la diversidad, siempre enriquecedora, la transformamos en fuente de odio y rencillas; que la igualdad de oportunidades la confundimos hace ya mucho tiempo con que todos somos iguales y vivimos desde entonces extorsionados por lo políticamente correcto; que la estupidez general no hace sino crecer, alimentada por la televisión basura, la envidia y cierto nivel de histeria colectiva; que nuestra necesidad de control es tal que hasta los órganos encargados de ello necesitan a su vez ser fiscalizados; que nos dejamos hace ya mucho por el camino la educación y el civismo; que está todo tan podrido que basta por ejemplo saber qué famosos han firmado un premio literario para adivinar quién acabará ganándolo; que a este paso nos tendremos que marchar de España para que vivan en ella los turistas; que vendemos sin pudor a nuestra mismísima madre por un plato más de gigas en el móvil; que nuestro nivel de excentricidad u horterismo puede llegar a cotas estratosféricas; que ya no somos modelos para nadie y una parte importante de nuestra juventud languidece sin empleo al borde de la pobreza, o es explotada en trabajos muy por debajo de su cualificación y el que debería ser su nivel de ingresos, se ve obligada a huir al extranjero, aspira sólo a vivir eternamente de botellón y entre algodones, o sueña con triunfar por la vía del cuento, el escándalo televisivo, la cama o los realitis; que estamos enfermos de dinero, sin percibir que los ricos también lloran, los millonarios también mueren y la esencia de la vida es otra; que anteponemos insensatamente el beneficio personal aquí y ahora a la familia, los amigos y el trabajo; o que medio país se inundará algún día como consecuencia de la especulación urbanística, sin que hagamos nada para remediarlo a pesar de saberlo y de las tragedias que ello acarrea. Son simples fogonazos de una sociedad en crisis que ni siquiera lo sabe, mucho menos lo acepta y, lo que es peor, prefiere continuar aferrada con uñas y dientes a un sistema que le ofrece pan para hoy y hambre para mañana; en la confianza de que los esquilmados, como siempre, serán los demás. Todo un drama, a mi juicio, que por duro que sea decirlo deja muy poco lugar a la esperanza.

* Catedrático de Arqueología de la UCO