Probablemente mi cariño por la lengua nació en la infancia, durante la que recibí las tajantes, tesoneras, casi irritantes correcciones de mis padres, ambos muy estrictos en lo que al bien decir tocaba. Así, antes de llegar al colegio, en mi casa aprendíamos sintaxis de oído. Y, criado en el valle del Guadalquivir, adquirí un rico lenguaje, con giros andaluces sobre la firme base del castellano. Pero, no sé si por falta de información o por influencia de los tópicos, las gentes de Despeñaperros para arriba siempre le han visto muchos defectos al habla del sur.

Recuerdo que hacia mis veinte años, estando en la pizarra con uno de aquellos aborrecibles problemas de estanques, comencé a leer el enunciado: "Un estanque se vacia-" E, inmediatamente, mi profesor, riojano de ciencias él, corrigió: "Se vacía". Discutimos y, naturalmente, me tuve que callar. Pero quedó el resquemor. Pero, con la audacia y el desparpajo que da la poca edad, expuse aquel problema de acentuación a Felipe Sassone, que escribía terceras páginas en ABC sobre temas de semántica. Y don Felipe me dio la razón en una carta encantadora regalándome, además, esta cita que acaba con cualquier duda sobre el tono que en el Siglo de Oro se daba al vocablo:

Bestia de noria que ciega

en los arcaduces andas

y vaciándolos los llenas

y en llenándolos los vacias.

Los octosílabos son de don Francisco de Quevedo. Nada menos.

Resulta que poner tilde a la i es un neologismo que los andaluces aún no hemos llegado a adoptar. Los cultos sí. Pero ¿qué es cultura? ¿El poso de siglos de una lengua o una pronunciación que ha torcido ayer por la mañana el lenguaje técnico del urbanita?

A mí lo del nacionalismo andaluz siempre me pareció un invento. Andalucía es Castilla la Novísima. Es Castilla enriquecida con la imaginación de sus nuevos hijos, con la luz del Mediterráneo, con la bendición de los vinos finos, con la dulzura de la dicción que pone seda a las aristas del castellano y con la exuberante riqueza del habla. Si la Academia decidiese incorporar los vocablos andaluces aún no incluidos en su diccionario, tendría que hacer la próxima edición en cuatro tomos. Y no hablo de vulgarismos ni de derivados sino de vocablos autóctonos. No hay más que echar un vistazo al Vocabulario andaluz de Alcalá Venceslada o a la ingente obra de Manuel Alvar.

Pero estamos condenados al tópico. Se dice que pronunciamos mal y no es verdad. Tengo yo para mí que en eso tienen mucha responsabilidad aquellos dramaturgos andaluces que ponían nuestra dicción en cursiva y, consecuentemente, los actores que pronunciaban haciendo del acento una caricatura. Y, ya hoy, el horror de esas locutoras o presentadoras de Canal Sur que aspiran las palabras para que se vea lo andaluzas que son. Pronunciamos con suavidad, debilitando gradualmente el acento casi castellano de las sierras del norte de Córdoba hasta llegar a la campiña, al seseo sevillano y la delicadeza de Cádiz que, se quiera o no, es donde culmina la gracia.

Contra la uniformidad que está imponiendo la televisión, contra la cursilería, contra viento y marea, los andaluces debemos sentir el orgullo de nuestras maneras, de nuestro estilo, de lo nuestro.

P.S.: Al escribir vacia, mi ordenador lo ha subrayado en rojo como incorrecto. ¿Qué le vamos a hacer?

Pintor y escritor wwwestudioaguayo.com