El Congreso dio ayer el primer paso para derogar la ley de Seguridad Ciudadana impulsada en el 2015 por el ministro Jorge Fernández Díaz. Es una ley timorata, hecha por un Gobierno que se sentía amenazado por las movilizaciones sociales contra su manera de gestionar la crisis económica y contra todo tipo de abusos. Solo la mayoría absoluta del PP permitió llevarla adelante y el propio Gobierno sabía que esa ley iba a caer cuando cayera la mayoría que lo sustentaba. De hecho, la oposición ya llevó la norma al Tribunal Constitucional porque la consideraba lesiva para la libertad de expresión y el derecho de reunión. Es lógico que ayer, con mayorías diferentes, salieran adelante las propuestas de PSOE y PNV para tramitar sendas proposiciones de ley que sustituyan a la norma vigente. Dos iniciativas que deberán refundirse en la tramitación parlamentaria. Lo más preocupante de esta ley es su sustrato ideológico cargado de intolerancia y su tono autoritario. Pensar que el malestar social es un simple problema de orden público es retroceder casi un siglo en la manera de concebir el ejercicio del poder político. Transmite la idea de un aparato del Estado más preocupado por proteger los privilegios de una minoría que los derechos de todos. La derogación de la norma es, pues, una muy buena noticia para la salud democrática de este país. El resultado de esta votación, como la de la reforma de la estiba, es un indicador preocupante del estado de la gobernabilidad en España. El presidente Rajoy sigue sin una mayoría estable en el Parlamento y sin llevar la iniciativa legislativa más allá de defender con uñas y dientes el legado de la anterior legislatura cuando gobernó con mayoría absoluta. Ahora prima ese estilo de Rajoy consistente en dejar pasar el tiempo para demostrar que la oposición es tan incapaz de ponerse de acuerdo como el Gobierno lo es de gobernar. La incertidumbre durará hasta el debate de los presupuestos.