Es recurrente periódicamente el fijarse en algún caso de dependencia severa para impulsar la idea de que la vida digna pasa por poder decidir cuando morir. Quienes trabajamos en salud sabemos que los dramáticos casos de dependencia no son aislados, y posiblemente todos nos hayamos preguntado en algún momento de debilidad si es humano que determinados pacientes sigan viviendo.

Personalmente, la respuesta me la han dado los cientos de cuidadores, generalmente hijas y nueras, también hijos y yernos, padres y madres, que año tras año, día tras día, cuidan a personas que viven situaciones semejantes a la de Ángel, junto a su familiar frágil y dependiente, y el testimonio de cientos de enfermos que como María José, han visto avanzar su enfermedad al extremo de anular lo que hasta entonces consideraban era ser persona, con momentos malos, de desesperación, y momentos buenos, de aceptación y agradecimiento por estar un día más. La vida se empina. Tenemos miedo a sufrir, tenemos miedo a que nos cuiden, pero llama la atención que entre quienes padecen, los que solicitan la muerte inducida son pocos. Es nuestra naturaleza.

El suicidio asistido no es una alternativa. Aceptarlo socialmente, legislar sobre la obligación de matar a quien sufre y lo solicita, el mero hecho de plantearlo, añade sufrimiento al sufrimiento. Miles de luchadores, de héroes anónimos, pueden pasar a sentirse cuestionados en su derecho a ser atendidos incondicionalmente, pase lo que pase. El tener a nuestras familias dedicadas a nuestro cuidado es un hecho natural, el que la sociedad nos asista es un derecho alcanzado tras años de lucha. Con el suicidio asistido, el seguir viviendo pasa de ser un hecho a ser una elección, lo que añade a la enfermedad el sufrimiento de sentirse responsable, por decisión propia, del perjuicio ocasionado a la familia o la sociedad, poniéndonos en la cruel tesitura de decidir qué día morir.