Recuerdo que el adjetivo decente era habitual en el vocabulario de mis abuelas. Para aquellas mujeres a las que les tocó vivir la etapa más puñetera de nuestra historia, la decencia era algo que se traducía en el vestir, en la manera de estar, en las apariencias y en las conductas. Y no estoy hablando de la moralina que la tradición judeocristiana ha alimentado durante siglos, sino de una concepción mucho más terrenal de lo que para ellas significaba andar con la cabeza alta, no tener mácula, poder ser incluso un espejo en el que los demás pudieran mirarse. No era la decencia de una falda más o menos corta, sino la de no tener obstáculo para mirar los demás de frente y sentir que todo lo que uno alcanzaba en la vida tenía que ver con su trabajo, con su dedicación y con la coherencia entre los discursos y la práctica.

En estas últimas semanas, en los que la vida pública española nos ha dado tantas razones para querer exiliarnos, he recordado esa decencia de mis abuelas. Y he vuelto a darme cuenta de que justamente esa virtud, que bien podríamos elevar a la categoría de cívica, es una de las que dota de sustancia ética a una democracia. No solo desde el punto de vista de la actitud y de los comportamientos de quienes nos representan, sino también de la ciudadanía, la cual no es una especie de reserva espiritual al margen de lo que pasa en los gobiernos, sino que forma parte de un entramado que nos exige una permanente sujeción al Derecho y a los valores que dan sentido a nuestro modelo de convivencia.

Según el diccionario de María Moliner, decente es un adjetivo que «se aplica a las personas y a sus acciones y sus cosas, honrado y digno: incapaz de acciones delictivas o inmorales». No hay por tanto tanta distancia entre lo que el diccionario sentencia y lo que mis abuelas entendían. Sin embargo, el gran problema de nuestro país es que esa distancia se ha convertido en abismal. Algo que hace unos días nos confirmaba la sentencia del caso Gurtel, en la que se dejaba claro el entramado de corrupción que durante años ha alimentado al partido en el gobierno, y en el que incluso se cuestionaba la credibilidad del testimonio del actual presidente. Unas evidencias que, tras adquirir la autoridad que imprime una resolución judicial, deberían haber bastado para que quienes nos gobiernan hicieran un ejercicio de decencia y asumieran que con esa pesada mochila a sus espaldas es imposible seguir asumiendo el timón de la cosa pública. Si Rajoy y sus cómplices, por acción o por omisión, tuvieran decencia, eso es lo que tendrían que haber hecho el pasado jueves por la tarde.

Ante esa inacción, tan propia por otra parte de un gobernante como Rajoy que lleva años demostrando que para él la política es el arte de mantenerse a flote sin apenas moverse, no queda otra alternativa, si es que queremos salvar nuestra democracia del precipicio, que usar todos los instrumentos que el sistema prevé para hacer posible que la decencia, o lo poco que queda de ella en la escena pública, nos haga sentir a todas y a todos que las alternativas son posibles. Es el momento pues de dar la cara, de no ponerse de perfil, de hacer que el discurso se traduzca en prácticas, de no tolerar ni el más mínimo intento de seguir jugando con las palabras. Y es esa una responsabilidad que incumbe principalmente a nuestros representantes, pero también a una ciudadanía que nunca debe olvidar que tiene en sus manos la más eficaz herramienta para que los impresentables bajen de los púlpitos. Una hermosa posibilidad que solo cabe en la imperfecta democracia, ese régimen político que persigue que haya una armonía lo más perfecta posible entre los diccionarios y la realidad.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba