Muchas de las civilizaciones del pasado murieron a golpe de sable o de metralla. De ahí, que Spengler concluyese su célebre obra con una «apelación» al soldado, al escribir que un pelotón de las Fuerzas Armadas preservará, en el trance supremo, la continuidad de Occidente... En la mística del combatiente extendida como mancha de aceite por las instituciones del régimen más «abogacil» quizá conocido por la historia, la República de Weimar (1919-34), y en el consiguiente culto al soldado a manera de resorte postrero de la recuperación alemana, Spengler, germano al fin, inclinaba sus armas más rendidas a un militarismo de corte regenerador y aun genesíaco.

Hodierno ya solo se encuentran espadas en algunos desfiles castrenses y apenas si existen soldados regulares en campamentos y unidades ocultas al público. Conformen al juicio de los expertos, las contiendas del porvenir se dirimirán en pantallas por aguerridas patrullas cibernéticas. Antes de que esa hora llegue de forma casi ineluctable, varios pensadores de alto coturno estiman en sus análisis -parte de ellos, de enorme audiencia en el gran público durante los últimos meses- que, respecto al destino de la civilización de Occidente, va muy adelantado su proceso de autodestrucción. La renuncia a premisas medulares a su ordenamiento y estructura sociales, el desastrado abandono de costumbres multiseculares, el desahucio de creencias ideales que motorizaron durante centurias su fecunda andadura por la historia, comienzan ya hodierno la penosa cosecha de una siembra tóxica y prolongada a través varios decenios. Un futuro harto pesaroso semeja así situarse en las fronteras mismas de nuestra cuotidianidad.

Entre los profetas de tan aborrascado tiempo se cuenta, conforme conocen muchos lectores, un autor de inusitado y un tanto inesperado éxito: el cardenal guineano. Involucrado muy recientemente y quizás a su pesar en un»escándalo» publicístico a propósito de un libro redactado conjunto o en colaboración parcial con el Papa emérito e intelectual de rango superior Benedicto XVI, esta figura mediática de la curia pontificia, de envidiable atrezzo cultural y formidable potencia mental, adornado, además, con un conocimiento sorprendente de las letras francesas del»Gran Siglo» y de los posteriores, se muestra, no obstante su optimismo antropológico y cristiano, un radical laudator temporis acti, ganado casi por entero por el derrotismo cara a la supervivencia de nuestra civilización, sin género de duda la más abrillantada y positiva en el largo quehacer de la Humanidad.

Por fortuna no todo el panorama que describe se ofrece au noir, según glosaremos al galope en próximo artículos. A fin de cuentas, Occidente bien merece abrir un crédito a la esperanza.

* Catedrático