En el muy efervescente periodo de entreguerras, los agoreros florecieron. Ninguno de entre ellos alcanzó la fama y resonancia del autor de La decadencia de Occidente. El prestigio y audiencia que, no obstante su derrota en la Gran Guerra, gozaba la cultura alemana en todo el orbe contribuyó decisivamente a la nombradía de la obra del modesto profesor muniqués. En consonancia con la fuerza y elevación que ofrecía el mundo intelectual de la España de la época, nuestro país se mostró muy sensible al eco hallado por el libro insuperablemente vertido al español más alquitarado por D. Manuel García Morente (1886-l943). Paradójicamente, los «Felices Veinte» presentaron un campo abonado a la difusión de la teoría que ponía fecha límite al esplendor sin igual conquistado por el Viejo Continente como motor e instrumento de las metas ganadas por la civilización occidental en su expansión por todos campos del globo terráqueo. Pue, en verdad, bajo la alegre superficie de la «Prosperity» latían las recias procelas originadas en los fondos de la civilización occidental por las gigantescas sacudidas de la primera contienda mundial.

De ahí que, cuando estallara el maremoto de la crisis de 1929, las profecías y augurios expresados en la obra spengleriana semejasen a los contemporáneos a punto de plasmarse en la realidad cuotidiana. Y en buena parte fue así en los calamitosos años que inauguraron la década de los treinta, al atisbarse con creciente claridad los signos que preludiaban una segunda conflagración internacional. Al comenzar la postguerra mundial de 1945, los vaticinios de Spengler parecían cumplidos en su porción esencial. Europa había dejado de ser el centro del planeta y una considerable parte de sus valores y capacidad creativa desapareció en un mundo en que ella no era ya su exclusiva o principal partera.

La increíble y espectacular recuperación del Viejo Continente en los comedios de la centuria pasada semejó relegar al anchuroso terreno de las profecías frustradas la argumentación fundamental del marmóreo texto del antaño influyente pensador alemán. Empero, medio siglo después sus principales tesis han rebrotado a socaire primordialmente de las secuelas de la globalización, el flujo incontenible de la emigración y, si cabe con mayor impulso, una arrolladora crisis de valores que parece arrastrar a su paso las esencias prístinas de la civilización de Occidente, sin duda, la más fecunda y plenificante de las muchas registradas en los anales de la Historia.

El malestar de la conciencia semeja haberse instalado en el hondón del espíritu europeo dando lugar a una inercia suicida. Unas recientes y controvertidas declaraciones del cardenal africano Mons. Robert Sarah -convertidas fulgurantemente en un formidable éxito editorial- en la triada de conversaciones mantenidas con un acreditado periodista francés, Nicolas Diat, han devuelto a la actualidad más candente el texto spengleriano, pero acentuando con la mayor amplitud su diapasón. Según la muy propagada opinión de dicho cardenal, la amenaza cernida hoy sobre Occidente no es su declive, sino pura y simplemente su irremediable ocaso.

* Catedrático