Desde hace tiempo, cuando se habla de la mejor manera de fomentar la lectura entre los adolescentes, se repite una idea: prohibirles que lean. Esta táctica no es literal sino que busca conseguir justo el efecto contrario apelando a la rebeldía --si me prohíben hacer algo, lo querré hacer por encima de todo-- y a la curiosidad --si me prohíben algo como castigo, ¿querrá decir eso que aquello prohibido es un premio?, ¿qué premio?--.

Dicen que la rebeldía, como rasgo del carácter, o sea, injustificada, se apacigua con los años: gracias a eso conseguimos llevar una vida más serena. En cambio la curiosidad, si la pierdes, adiós muy buenas: curiosidad cero equivale a una vida triste, sin ningún aliciente fuera de lo que ya se conoce, imaginad. Es por eso que nunca la llegamos a perder. Seguimos cuentas de Twitter por curiosidad, nos morimos de ganas de ver la cara del bebé que esperamos y aprovechamos las vacaciones para ir a ver de primera mano sitios que ya hemos visto en centenares de fotografías también por curiosidad.

Si conservamos y cultivamos la curiosidad a lo largo de toda la vida, si incluso nos la inventamos para cosas que antes ni siquiera sabíamos que existían (este es el juego al que la publicidad ha jugado siempre), ¿cómo es que no la utilizamos en las campañas de promoción de la lectura dirigidas al público adulto? Repasemos los típicos eslóganes: «Serás más inteligente», «Es como viajar», «Vivirás otras vidas», sí, pero ¿qué cosas sabrás? ¿A dónde viajarás? ¿Qué vidas vivirás? Hace unos días, en la librería, un cliente me pedía que le recomendara un libro cualquiera, uno que me hubiera gustado. Cuando le tendí Mummo Jumbo, de Ishmael Reed, y le expliqué que, entre otras cosas, explicaba cómo los negros americanos reivindicaban su lugar cultural, me respondió que se lo quedaba porque esa era una cosa que nunca habría venido a buscar. Fui testigo de cómo en ese momento le nacía una curiosidad que solo ese libro podía satisfacer. Explotemos la curiosidad: esa cosa sana que ya tenemos.

* Librera