Alguien colocado muy elevado en la estima profesional y personal del anciano cronista se constituyó en fecha reciente en protagonista de un episodio recurrente, por desgracia, en la España hodierna. Autor de una sobresaliente monografía acerca de uno de los más reputados eruditos del siglo XIX --tan abundante en ellos--, viajó desde la capital de la nación a una de sus localidades septentrionales de pasado más señero. En pueblo de abolengo como el de la ocasión mencionada se forjaron desde el periodo romanizador los eslabones más recios al tiempo que esplendentes de la cadena que forma la patria española. De uno muy próximo al que nos ocupa escribió, no ha muchos meses atrás, páginas muy enjundiosas y buidas una influyente figura de la Iglesia española contemporánea --nacionalcatolicismo, Vaticano II, Transición--, el cardenal aragonés Fernando Sebastián, en unas relevantes memorias que han pasado, sin embargo, en la opacidad y silencio más ominosos en una sociedad como la nuestra en afanoso empeño de desahucio a todo evento...

Pues bien, en la tarde en que el investigador madrileño se aprestaba a pronunciar su conferencia experimentó una gran sorpresa al detectar que ningún miembro de la corporación municipal anfitriona del acto se encontraba en el recinto, por lo demás, sin demasiada ocupación. El «cartel» no podía ser más atractivo: un orador prestigioso y un tema de la mayor prestancia del patrimonio anímico y cultural del pueblo aragonés y del país entero. Del nutrido elenco edilicio, ni siquiera el delegado de Cultura se hallaba presente. Ante el referido suceso sobran, en verdad, cualquier glosa o escolio, pues asaz se comenta por sí mismo. En toda la ancha geografía peninsular e insular --con excepciones peraltadas como la catalana y, en menor medida, la vasca--, trances como el narrado se erigen en el pan cuotidiano de las actividades artísticas y culturales de ayuntamientos y diputaciones, normalmente inflacionados para alimentar la existencia de densas cohortes banderizas, voraces en sus peticiones faccionales y clónicas.

No obstante, incluso para los alicaídos meditadores de una Hispania en desguace se ofrece el consuelo. Tal vez dentro de una década, al cumplirse el bicentenario del nacimiento de uno de nuestros más solventes e inquietos historiadores ochocentistas, el Ayuntamiento de su natalicio celebre condignamente la efeméride, añorada también por entonces como una gran fecha de la España que fue.

*Catedrático