Hace tiempo decidí no ver ni oír, ni leer más noticias sobre el covid porque lo paso mal, muy mal sin poder hacer nada. No obstante, es imposible callar los comentarios que aquí y allá se suceden en opiniones que bien son críticas a lo que se hace, bien son posibles soluciones que aliviarían este gran dolor que padecemos todos por los enfermos y fallecidos y que aliviaría este miedo que sentimos con solo pisar la calle. Sinceramente me indigna que ante una pandemia mundial en la que están implicados científicos, médicos, laboratorios a tope, etcétera, cualquiera de nosotros pensemos que se podía hacer como solución aquello que, en definitiva, culpabiliza a médicos, gobiernos, Comunidades, etc. Puede que yo sea una ingenua, pero creo que la solución no está en manos de nadie y que las medidas que se toman van en línea, por una parte, para salvar en algo la economía y, por otra, la principal, evitar contagios. ¿Pero cómo evitar que la gente, mucha, haga caso omiso de las medidas a seguir? Haría falta en la puerta de cada casa un coche de la policía y en la cocina de cada restaurante un vigilante que mantuviera a raya todo lo que allí se cuece. Es verdad que harían falta más médicos, pero por muchos más que hubiera, ninguno tendría en sus manos el remedio. Hay una buena recomendación que nos cuesta seguir: mascarillas, confinamiento voluntario, limpieza de manos y geles para todo.

Y no puedo pasar por alto una escena que, por casualidad, vi en la tele y que me llegó al alma. Se trataba de un anciano en una residencia que pedía, con toda la fuerza que mantenía, el ver a sus hijos. Decía: es que ya no los voy a ver más. Me voy a morir aquí sin ver a mis hijos; necesito verlos. Desgarradora escena porque hace falta muy poca sensibilidad para no empatizar con lo que aquel anciano pedía: ver a sus hijos. Y digo yo: ¿no se podría poner una mampara transparente, algo que estos pobres ancianos puedan ver a sus hijos? No es humano dejarlos morir sin ver al menos la cara de los suyos.