Intuyo el rosario de críticas -quizá incluso de descalificaciones- que este artículo me va a reportar, pero confío en que antes de extraer conclusiones precipitadas se llegue al final sin demonizar mis palabras. Parto, de entrada, de una afirmación categórica y sin resquicios: respeto absolutamente la Semana Santa, la fe de quienes encuentran en ella una forma de canalizar su fervor y su devoción hasta el punto de convertirla casi en razón de vida. Uno de los recuerdos más entrañables que conservo de mi primera niñez es el de asistir a las procesiones a hombros de mi padre, que marcaba el paso al son de los tambores y de la música. Desde entonces son para mí cita ineludible cada año. No voy a entrar en su significado último como manifestación religiosa porque tendría que remontarme a sus antecedentes paganos, y eso podría no gustar a muchos. Quede en cualquier caso constancia de que mis opiniones nada tienen en contra de la celebración religiosa, ni de los miles de personas que la viven con afán reverencial, o que se acercan a ella con ojos de turistas. Mi reflexión, que solo pretende aportar una mirada crítica desde el compromiso firme con el legado patrimonial de la ciudad, sin la más mínima intención de amargarle la fiesta a nadie, va referida a la nueva carrera oficial, particularmente en lo que afecta al entorno de la Mezquita-Catedral y la puerta del puente. Por más que materialice un viejo sueño de las cofradías cordobesas, contemplar cada día durante estas últimas semanas cómo una zona ya colapsada por el turismo de masas era invadida por espantosas estructuras metálicas destinadas a los palcos desde los que, previo pago de un sabroso óbolo, se podrá asistir con mayor exclusividad al paso de las hermandades y su entrada en la catedral, ha sido sentir dolorosamente cómo cada uno de sus engranajes se ajustaba con fuerza opresiva al alma en cueros de Córdoba, al más excelso y universal de sus símbolos, a las partes más delicadas y expuestas de un sector especialmente saturado, que, como mínimo, puede colapsar.

Entiendo que la carrera oficial busque el mejor, más monumental y trascendente de los marcos posibles; que las hermandades quieran llegar hasta la misma catedral; pero colocar los palcos en la zona más sensible y representativa de nuestra ciudad antigua es instrumentalizar el patrimonio, un atentado contra el mismo de tal magnitud que cuesta entender cómo ha podido ser autorizado. No entro ya en cuestiones de seguridad, contaminación visual, capacidad de carga, accesibilidad o de rebasar todos los límites -que también-; hablo fundamentalmente de un conjunto histórico patrimonio de la humanidad que no puede ser sometido a la sobrecarga de unas estructuras que conculcan su ética y su estética; al trasiego de decenas de miles de personas (no todas igual de respetuosas) que contribuirán, incluso sin quererlo, a deteriorarlo; a una presión terrible, que todos los organismos internacionales responsables del patrimonio mundial desaconsejan y que puede costarnos cara. No me sirve el argumento de que otras ciudades también lo hacen. Cada urbe es única, y de la excepcionalidad de Córdoba dan cuenta precisamente la Mezquita-Catedral y alrededores, que atraen cada día a muchos turistas y nos proyectan mundialmente. Por eso, trasladar la carrera oficial a esa zona no es sino incrementar la focalización de nuestra imagen en cuatro calles que, en el fondo, representan solo una mínima parte de ella. Sería mucho más lógico y estratégico apostar por la descentralización, por deslocalizar el eje de atención del turismo y multiplicar su dispersión por todo el casco histórico, evitando de paso los excesos. Tal vez las cosas salgan bien y no haya problemas de seguridad -la simple posibilidad produce escalofríos por los enormes riesgos que implica, dada la particular morfología urbanística del espacio (verdadera ratonera) y las aglomeraciones que se esperan-, pero incluso en ese caso la joya de nuestro mejor y más singular (también limitado) patrimonio habrá sufrido una agresión incalculable, una embestida humana del todo innecesaria, que clama al cielo y la tierra. Potenciar determinadas postales urbanas me parece legítimo y hasta loable, pero nunca a costa de nuestro acervo. El turismo no puede ser pan para hoy y hambre para mañana. El patrimonio común que todos disfrutamos es una herencia de la que somos responsables, que tenemos la obligación de investigar, conservar y transmitir a nuestros hijos, acrecentado. En Córdoba, donde esto no acaba de entenderse, hemos destruido ya demasiado como para permitirnos el lujo de poner en peligro lo poco que nos queda. Pensemos en el futuro. Acaba siempre por pedir cuentas.

* Catedrático de Arqueología de la UCO