Hay cuestiones que son sumamente complejas y en las que yo no puedo entrar por razones obvias: no soy nada más que alguien que va entendiendo por experiencia lo que nos sucede a los seres humanos y de la manera más sencilla entro a contarlo -no a explicarlo- porque en tiempos jóvenes pocas veces nos detenemos a pensar en cuestiones que vayan más allá de nuestros problemas actuales y de vivir lo mejor posible, pero el tiempo, los años son los grandes chivatos que poco a poco nos van dictando que no solo somos un cuerpo que trabaja, que se relaciona, que va y viene a dónde quiere y cuando quiere, que vive como le gusta sin que nadie le limite sus posibilidades, solo, eso sí, las posible enfermedades que sufrimos y hasta toleramos como algo pasajero, cuando en realidad lo son, pero llega un día que ese soporte físico que es nuestro cuerpo, por razones variopintas, pero sobre todo por los años, empieza a dar señales de averías a las que, al principio no prestamos demasiado atención, autoengañándonos, achacándolas a algún pequeño exceso: comidas, caminatas, estrés, etc. Y puede que todo eso influya pero la realidad es que las «ruedas de nuestro coche» se están gastando o están gastadas, y aquí viene el drama de una tremenda dualidad: no solo somos cuerpo físico, somos también mente, alma, espíritu como queramos llamarle, y sucede que si nuestra mente sigue funcionando normalmente, aunque con algún pequeño bache, nuestro glorioso cuerpo físico nos va cortando alas a gran velocidad, llegando el momento que piensas, quieres, proyectas, recuerdas, deseas seguir tu vida como siempre, pero no puedes: te falla el soporte físico que se te va deteriorando de tal manera que difícilmente te sostienes de pie, pasando de una total libertad a una absoluta y costosa dependencia. ¿Qué hacer? Aceptar que, a pesar de todo, estamos vivos y nuestra mente sana, una gran herramienta para crear y hacer felices a los demás. Cuesta y mucho pero nos queda camino y hay que andarlo.

* Maestra y escritora