Hay personas especiales. Las reconocemos cuando su palabra nos atrapa y al bucear en sus ojos percibimos universos nuevos; cuando caemos rendidos ante su valentía y su llaneza, o detectamos que su inteligencia, buen juicio y libertad de criterio están por encima de la media. Fue, posiblemente, lo que sintieron muchos españoles hace algunos días durante la entrevista en directo al doctor Pedro Cavadas Rodríguez (Valencia, 1965), que dejó a medio país clavado delante del televisor. Especializado en cirugía reconstructiva, es uno de los médicos más conocidos de España y con más proyección internacional, ya no solo por sus muchos éxitos en quirófano, sino también por su labor en África (ha creado en Kenia una fundación de cirugía reparadora), su capacidad para empatizar, su arrojo, su bizarría, su bien calculada heterodoxia y su aparente cercanía; llano, directo, respetuoso y sin ambages. Es doctor por la Universidad de Valencia, ciudad en la que tiene asentados sus reales, pero sus publicaciones, conferencias y actividades formativas a lo largo y ancho del mundo le mantienen en primerísima línea de la investigación científica y los avances en cirugía. La lista de sus proezas es tan larga, y tan llamativa, que se diría más ficción que realidad. Baste recordar por ejemplo que fue el primero en trasplantar a un mismo paciente las dos manos, o en adaptar un brazo derecho como izquierdo. Ha reimplantado en diversas ocasiones los dos brazos, los dos pies o las dos piernas; hizo el primer trasplante de cara en España (incluyendo lengua y mandíbula), y ha extirpado con más o menos éxito tumores que nadie se habría atrevido ni siquiera a tocar. Justa contrapartida es su larga relación de premios, incluidos algunos internacionales, y un marchamo popular de médico aguerrido, eficaz y generoso que lo ha dotado de una aureola casi heroica -¿de ahí quizás su extraño look guerrillero?-, en la que él parece sentirse bastante cómodo sin perder una pizca de su campechanía. ¿O es simple márketing...? De todo ello dio buena cuenta en la entrevista citada, en la que desgranó opiniones tan impactantes y poco convencionales que inundaron la prensa del día siguiente, con independencia del color, la tendencia o las servidumbres respectivas.

Conocía su nombre por haber leído sobre él en diversas ocasiones, pero no recordaba haberlo visto otras veces en televisión, y si lo vi me pasó desapercibido. Más allá de su imagen -cuando menos peculiar-, atrapa su naturalidad, su facilidad de palabra, su capacidad para hablar sin ofender a nadie, su claridad, su contundencia. Hay quien quiere ver en él a un charlatán de feria, un embaucador algo friki, alguien que predica una cosa y hace justo la contraria, pero a otros muchos les pareció esa noche que hablaba desde la independencia y el sentido común, como médico y también como ciudadano de a pie, observador y paganini, que aspira solo a ser gobernado por buenos gestores y que sus impuestos se destinen al bien colectivo y no al servicio de unos pocos o una determinada ideología. Sería difícil sintetizar las muchas cargas de profundidad que soltó a lo largo de su intervención, seguramente bien medidas para provocar polémica y colocarse en pleno ojo del huracán, quién lo sabe. Con frecuencia en televisión las cosas no son lo que parecen, y él se tiene muy bien estudiado el personaje, que dosifica a la perfección. En cualquier caso lo traigo aquí no tanto por su innegable fuerza mediática, sino por una de las ideas más importantes sobre las que insistió hasta la saciedad: en España hay personas inteligentes, formadas y capaces de sobra para asumir con solvencia las riendas en momentos de crisis extrema como el que vivimos. Sería llegada la hora, pues, de desplazar a quienes han demostrado impericia, ineptitud o mala fe a la hora de gestionar la cosa pública y la pandemia -cayendo en mentiras y contradicciones permanentes, improvisando, anteponiendo política e ideas a la salud de los ciudadanos-, y llamar a otros más aptos y cualificados para poner orden y guía en el mar proceloso de la enfermedad y el abismo económico en el que navegamos. Porque -y esta fue otra de sus alarmantes y estremecedoras afirmaciones, compartida poco después por la viróloga Margarita del Val- podrían pasar años hasta que nos sea dado quitarnos la mascarilla, y aún más para que haya una vacuna segura, eficaz y al alcance de todos.

La solución a esta debacle pasaría, en definitiva -en opinión cada vez más generalizada-, por expulsar a los mediocres; invocar la unidad de acción en lugar de dividir; reclutar a los mejores sin miedo a sus capacidades; dejar que gobierne la razón y no la arbitrariedad. España ha de salir de esta, y necesita para ello a los más acreditados de entre sus propios hijos, a hombres y mujeres de cuerpo entero y una vez, no a lo peorcito de cada casa. Qué pena que a Rafa Nadal no le dé por dedicarse a la política...