Érase una vez un país imaginario en el que una niña cualquiera soñaba con ser arqueóloga. Desde pequeña, se aficionó a las películas del género, y fue leyendo todo lo que caía en sus manos y alcanzaba a comprender. A los padres no les hacía demasiada ilusión que su primogénita pareciera tener las cosas así de claras y quisiera dedicarse a una disciplina humanística que ofrecía tan escasas expectativas laborales. Secretamente, confiaban en que con el tiempo la hermosa joven -pronto convertida en mujer- olvidara los sueños románticos y decidiera dedicar su vida a actividades más prácticas y lucrativas que el hurgar en la tierra y en la basura del tiempo, pero ella llegó a Segundo de Bachillerato con las ideas aún más fijas, por lo que decidieron buscar orientación en una profesora universitaria que impartía la materia de arqueología, a la que pudieron acceder a través de amigos comunes. Las palabras de aquella docente, bregada en mil batallas, no pudieron ser más claras: «esta es una profesión descarnada y terriblemente competitiva -más aún para una chica- que requiere piel de rinoceronte, dedicación plena y mucha capacidad de maniobra; por eso, la única manera de tener alguna posibilidad es siendo la mejor». A pesar de su dureza, aquella frase se le quedó tatuada a fuego en el alma a nuestra protagonista, que tras superar la Selectividad y matricularse en la Facultad de Humanidades se empleó a fondo en los estudios y logró el mejor expediente de su promoción, y uno de los más brillantes de su Universidad. Poco después se matriculó en un Máster, y dado su espectacular nivel de rendimiento obtuvo sin dificultad una Beca de Formación del Profesorado Universitario que durante cuatro años le dio la oportunidad de realizar su Tesis doctoral, defendida con los máximos honores apenas alcanzó la treintena. Mientras tanto, la crisis se había adueñado del país, los organismos públicos habían recortado hasta límites nunca vistos las cantidades destinadas a formación y a promoción de la ciencia, y aquella competitividad feroz de la que un día le habló la sabia profesora, se convirtió en lucha encarnizada, a muerte y sin reglas. Fiel a sus principios, honesta, comprometida y un poco ingenua siempre, a pesar de los reveses, decidió poner toda la carne en el asador y, en vez de achicarse, se fajó con su cursus onorum en jornadas de quince horas, hizo estancias en el extranjero, publicó en revistas de impacto, impartió cuantas clases le permitieron, potenció su disponibilidad..., hasta conformar un curriculum que parecía el pasaporte ideal para ganar alguna ayuda posdoctoral, y así continuar su soñada carrera académica.

Como la mayor parte de sus coetáneos concurrió a todo tipo de convocatorias, y mientras esperaba siguió acudiendo a congresos, dando conferencias, preparando monografías, elaborando artículos; hasta que, de pronto, un día su sueño se convirtió en pesadilla. Observó, estupefacta, que, sistemáticamente, los ganadores de los diferentes concursos contaban con curricula muy inferiores al suyo (en cantidad y calidad), pero iban avalados por ciertos investigadores integrados según las malas lenguas en un lobby que controlaba los organismos de evaluación, y podría estar saltándose sin demasiado pudor las normas éticas e incluso estéticas, poniendo en serio peligro la legitimidad del proceso. El primer año lo achacó a mala suerte; el segundo, le acometió la duda; el tercero, por fin, creyó tener la certeza; pero ¿cómo enfrentar el sistema sin caer víctima de él? El batacazo de realidad fue tan grande que la dejó noqueada y sin recursos. Lloró a mares, se lamentó en todas las lenguas posibles, pasó varios meses deprimida, y por fin concluyó que se había olvidado de vivir en vano. Amaba a la arqueología, pero había cometido dos errores de catálogo: trabajaba a la sombra de una maestra que, coherente con su vocación de honradez y servicio público, no formaba parte del contubernio nacional, y había creído que esfuerzo, mérito y capacidad se impondrían por sí mismos.

Como tantos otros de su generación, hoy, aquella chica cuida niños y pone copas en una ciudad del norte de Europa, mientras espera que un día la amargura le permita fajarse con un destino mejor. Lleva dos años sin volver por casa. Su patria y su ciudad, en las que un día soñó con ejercer como arqueóloga, con entregar lo mejor de sí misma para la reconstrucción de la historia y las vidas de quienes conformaron sus archivos del suelo, duelen demasiado todavía. Pagó un precio excesivo por mantener la integridad en un país sin decencia, donde un buen número de universitarios trabajan de camareros o temporeros, y algunos de sus dirigentes no cuentan siquiera con el Graduado Escolar. Sin duda, el exilio -físico, o mental- termina por abrir en canal cuando no es elegido.

* Catedrático de Arqueología de la UCO