No me refiero a las de Vivaldi, aunque éstas resuenen en ese rincón de la memoria en que se refugia la música para que persista nuestra vida, sino a las climatológicas, para llegar a eso que con tanta pedantería se llama el síndrome posvacacional, y terminar escribiendo un artículo que empieza machista para irritación de muchos.

A la vuelta de la playa el hombre, al meterse en el maremágnum urbano de la mucha gente que hace como que trabaja, no deja de comparar y de sacar conclusiones: la mujer refuerza y comprime donde lo necesita. Los pechos y el vientre. Diferencias perceptibles en la mujer del paseo urbano; perceptibles si se la compara con la que vimos en la playa.

Pero dejemos estas digresiones que pueden ser tildadas justamente de machistas y vayamos a terrenos más interesantes de reflexión. No todo cambio de estación es recibido igual por el hombre; alguno solo sirve para traer a colación un año más la frase hecha, el tópico: «Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo»; «En febrero ya busca la sombra el perro»…

Lo cierto es que si para todo el mundo las vacaciones importantes son las de verano, todo el mundo reflexiona cuando terminan, con o menos profundidad, sobre si le gusta y cuanto el trabajo al que se reincorpora. Porque las posibilidades son infinitas: desde quien odia su trabajo y lo asume como la peor de las maldiciones hasta quien está tan absorbido por él de tal manera que fuera del trabajo para él no hay nada: ni familia ni amigos ni diversiones, ni arte ni parte.

Porque son muy pocos lo que llegaron a su trabajo por libre elección; la mayoría llegó a donde está marcada por una actividad profesional o industrial o comercial heredada o como último recurso; por ejemplo, la oposición aprobada después de cinco fallidas. Claro que también existen el enamoramiento y el aborrecimiento: lo que se empezó con desgana llega al apasionamiento o lo que se empezó con pasión acaba aburriendo o incluso irritando.

Todo cambia, empezando por uno mismo. Cambiamos a lo largo del año y desde luego, a lo largo de la vida. ¿Qué fue de aquél joven que se enamoraba de tantas cosas? Increíblemente es este viejo que no cree en nada y que protesta por casi todo.

¡Y pensar que hubo un tiempo en que creía todo! Lo del tres en uno; lo de la virgen embarazada; lo de que con una confesión poco antes de la muerte llevaba al cielo a toda una vida de pecado e ignominia, y que caía al infierno después de toda una vida ejemplar quien había tenido un solo pensamiento libidinoso antes de morir; lo de un Dios infinitamente misericordioso que permitía la pérdida de todo un pueblo en un deslizamiento de tierras o en un terremoto, y que a un niño lo matara una piedra desprendida del templo al que el niño iba rezar; y que miles de negros sudafricanos contrajeran el sida por respetar la condena pontificia del preservativo… Mas que creer lo que hacía nuestro buen hombre era admitir todo lo que oía predicar. Porque según dicen quieren eliminar todos los malos pensamientos, pero lo que realmente quieren es que nadie piense por sí mismo. Un ejército de hombres libres es un grave peligro; un ejército de hombres sumisos es una bendición divina.

Hay un monje muy sabio retirado en la montaña que tiene la solución: que se suprima la televisión, porque visto el mundo como es y cuáles son los comportamientos humanos más habituales nadie se cree lo que se cuenta desde los púlpitos. El ordinario del lugar, es decir el obispo, está de acuerdo pero en Roma, que saben mucho, les dicen que eso es verdad pero que ya no tiene remedio ¿Y si rezamos mucho? Es desde luego lo que hay que hacer, pero no están comprobados los efectos positivos de los rezos.

* Escritor, académico, jurista