La madrugada del sábado me desperté con un programa de Radio Nacional sobre los mayores y el coronavirus. Un ligero escalofrío me corrió de pies a cabeza, y no solo porque los ancianos han sido siempre una de mis debilidades sino porque se me representó en una viva moviola la historia vivida hace unos años. Al cruzar la zona ajardinada de un bloque, camino de mi colegio, me encontré con Jacobo, un día de junio. Sentado en un poyete, con la barbilla apoyada en una prosaica marrilla, con la mirada turbia, con labios pastosos, con manos temblorosas, con voz lejana me susurró: ¿Me puede decir la hora? Las tres -le contesté, sentándome a su lado- ¿Espera a alguien? Como si en su mirada no hubiera más caminos que constatar las manecillas de mi reloj, tras unos segundos, sumergido en un reflexivo silencio, exclamó: Ni espero ni me esperan. Ya lo tengo todo hecho y lo único que hago es estorbar. Aquí vengo y espero a que mi nieto salga de la escuela Así me quito un rato de en medio. Pasó el verano y, al regresar al jardín, esperé encontrarme con Jacobo, pero entre la espesura de arbustos escuché la voz de un niño que me decía: El abuelo se ha muerto. Noté que se me rompía el alma, y esta madrugada, cuando daban la cifra de mayores muertos, me estremecí de pena, de rabia, de impotencia porque no era Jacobo, era nuestro querido Parlamento, donde los políticos parece que lo único que les interesa, mientas ruge el número de muertos, de contagiados, maltratados, etc, es tirarse trastes a la cara y a ver cúal más ingenioso. Como ciudadana que oigo, veo y pienso, no puedo comprender que no haya un consenso para entre todos buscar soluciones que atañan a la salud del pueblo y no a sus intereses políticos, que nos tienen hartos. A veces leo cosas en Facebook que no contesto, pero qué poca responsabilidad, qué poca vergüenza, mientras ruge la muerte, quítate tú que me ponga yo.

* Maestra y escritora