La noche se me ha vuelto aterradoramente larga. Mi cerebro, como hace siempre, partió el sueño en dos y a las cuatro ya me estaba desvelando. En este tiempo dilatado por el confinamiento, sin embargo, me cuesta la misma vida volver a relajarme lo necesario como para caer rendido hasta la mañana. Me puse a leer La Construcción de la Realidad, del desaparecido neurofisiólogo mexicano Jacobo Grinberg; una mente verdaderamente científica, de esas que no se dejan atrapar por ninguna estructura de pensamiento prejuicioso: su afán fue siempre intentar comprender en qué consiste esto que llamamos mundo, o realidad, y lograr vivirla directamente a través de la propia experiencia subjetiva.

El confinamiento es un punto de partida perfecto para la meditación. Desgraciadamente, los políticos responsables, las fuerzas de seguridad, nuestro ejército, los sanitarios, y todos esos otros pequeños grandes ejércitos de trabajadores con misiones imprescindibles para mantenernos a los demás vivos, carecen de este privilegio del que disfruto yo por el momento. Ellos tienen que actuar, sin tiempo para la reflexión, presionados por la imperiosa necesidad de ser eficaces con pocos medios.

Curiosamente, mi aislamiento del mundo, en lugar de alejarme de él, podría ayudarme a comprenderlo. Si admitimos como válidos los principios de esa especie de ciencia mística de inspiración cuántica propuesta por Grinberg, sería posible comprender el mundo observando (meditando) cualquier parte de éste, un individuo, por ejemplo, tú mismo. Porque en el universo todo se repite, todo es autosimilar, todo está interconectado. Y la información del universo entero se encuentra replegada en cualquier punto.

Con su «meditación autoalusiva», Jacobo Grinberg abre otra puerta para que cualquiera pueda llegar a percatarse de qué es todo esto. La meditación autoalusiva implica todo un proceso que lleva paso a paso hasta el autorreconocimiento: fortalecimiento de la atención, observación del cuerpo, observación de la mente, observación de las emociones, observación de patrones en objetos o en la evolución de cualquier proceso, hasta la percepción integral de uno mismo, con su mente, su conciencia, como un todo conectado con todo lo demás. Ello debe hacerse sin intención, observando sin pretender descubrir, solo sosteniendo la expectación y esperando a que el conocimiento surja espontáneamente. Cuando aparezca, sabrás reconocerlo.

Incluso confinado en casa, es difícil aislarse y centrarse en uno mismo. La medita-ción se rompe con suma facilidad cuando uno es inexperto. Basta con asomarse a la ventana para sentir que la vida es rara estos días: esa calma anómala en la calle, un cielo excesivamente limpio, un cernícalo que jamás había visto tan cerca de mi ventana. La tensión en la mirada de quien te cruzas camino del supermercado. El frágil tono de esperanza en las palabras de los portavoces del Gobierno durante su informe sobre la marcha de la pandemia. Un día y otro. Un día y otro también.

Todo parece ir más despacio conforme se acelera el aumento de contagiados y caídos en esta guerra anunciada. En realidad, el tiempo absoluto no existe, igual que no existe eso que creemos mundo real ahí afuera. Todo está aquí dentro. Por eso el tiempo salta rápido en los momentos felices y parece derretirse como un reloj de Dalí cuando las cosas van mal o hay alguna tarea por hacer. Así lo creo. Para nada me sorprendieron las palabras de Miguel Ángel Villarroya, jefe de Estado Mayor de la Defensa, en sus primeras comparecencias: «Hoy es lunes... En la guerra no hay fines de semana... Todos los días son lunes».

Son días de trabajar todos juntos para salir de esta situación lo mejor que podamos y cuanto antes. Con unidad. Disputas, las justas. Con rigor científico, honestidad y concentración en el trabajo por hacer. Lo que nos está pasando debería ayudarnos a pensar sobre lo que somos, tan separados, y lo que podríamos ser verdaderamente juntos. Para cuando llegue el martes.

* Profesor de la UCO