Tendremos que reconocer que somos seres casi irracionales: solo nos acordamos de la razón y la ciencia cuando las cosas van realmente mal y, ya al borde del abismo, acabamos aceptando que vivir engañados no es nada útil para nuestra supervivencia.

Pero la ciencia no funciona bien así, de esa manera compulsiva. La ciencia no es magia ni fe, ni siquiera corazón. No basta con creer y querer. El saber científico, ese conocimiento adquirido al hacerse preguntas e intentar responderlas mediante la observación y experimentación, y que nos puede ayudar a predecir el futuro, prepararnos para cualquier amenaza e incluso transformar la realidad en nuestro beneficio, requiere mucho trabajo, dinero y tiempo. Es más, el saber científico no sirve de nada si se le deja arrinconado en un laboratorio, en las páginas de una revista especializada o en el cerebro de un humilde investigador.

Para que la ciencia sea realmente útil, sus productos deben permear por completo la sociedad. Y no me refiero a los productos tecnológicos, siendo estos realmente útiles en muchos casos, ya sea un ordenador, un horno de microondas, un aparato de resonancia magnética nuclear, o una máquina de PCR que permite detectar una infección por coro-navirus. Me refiero a otros productos de la ciencia que son todavía más importantes: las ideas científicas y el propio método científico. Más que los resultados, lo que distingue a la ciencia y la hace más grande y robusta que todas las demás formas de saber, es la manera de alcanzar sus ideas, teniendo siempre presente la realidad observable, y la propia definición de lo que puede ser una idea científica. Y esa grandeza y robustez de la ciencia surge de su único postulado, que irónicamente reza algo así: una idea solo puede considerarse científica si está permitido negarla y, eventualmente, puede demostrarse que es falsa. La humildad y la duda forman ese tronco desde donde crece el árbol de la ciencia.

Un buen científico, un científico, trabajará sin descanso durante años leyendo, formulando preguntas, haciendo observaciones, diseñando experimentos, escribiendo artículos para mostrar sus ideas al mundo. Pero jamás buscará imponerlas. La realidad será su mayor crítico. Y otros colegas le mostrarán la realidad si es que él no la pudo o no la supo ver bien. La que manda es siempre la verdad científica, esa que resiste la confrontación con la realidad. Ahí no valen ni egos, ni teorías ni ideologías.

¿Por qué estos principios tan sencillos, tan de sentido común y, sobre todo, tan tozu-damente útiles, no gobiernan la sociedad entera más allá de los laboratorios científicos? Desgraciadamente, la ciencia no está en el centro del poder político y económico, sino que es manejada de una forma miserable y vergonzosa, lo que no deja de ser también un ejemplo de la casi irracionalidad del ser humano. La presencia de científicos en el mundo de la política, incluso en el mundo económico, está muy diluida. Y los que llegan, valgan los ejemplos de Rubalcaba, Solana o Merkel, acaban devorados por el poder real. Al final, la ciencia se identifica solo con sus productos tecnológicos. Las propuestas políticas construidas y revisadas con criterios científicos suelen sucumbir ante programas populistas, productos de teorías obsoletas, ideologías alejadas de la realidad o directamente construidos sobre mentiras urdidas para calmar las conciencias o controlar a la población. En las Cortes no se escuchan discursos científicos. Se oyen proclamas, insultos y promesas. Y se aprueban leyes que no se construyen sobre modelos que entienden la realidad sino como plantillas ideológicas que intentan imponer una realidad ficticia.

En el fragor de una absurda lucha política de Sánchez y Casados, basada en intereses personales, de partido o de tribu, se pierden ingentes cantidades de recursos y de tiempo. Falta humildad. Falta honestidad. Falta compasión. Falta autocrítica y crítica objetiva. Falta ciencia. Y cuando se ignora la ciencia, triunfa el coronavirus.

* Profesor de la UCO