Cortarse el pelo tiene algo de ruptura, es una señal de progreso, de que avanzas, de que no te quedas embobado recreándote en lo que fue.

Al cortarte el pelo estás dejando caer algo más que mechones, estás desprendiéndote de una parte de ti. Estás empezando algo nuevo. A mí no me gusta cortarme el pelo, pero a la vez me encanta. No me agrada cómo queda, pero es una fuente de placer.

De pequeño odiaba las peluquerías. Cuando me portaba mal en clase mi madre me castigaba con ir a una.

El barbero era un tipo muy alto y barbudo, apenas se distinguía su cara. Yo asistía con pesar y sufrimiento al doloroso acto de ver cómo mis rizos iban cayendo poco a poco junto al pie de una silla en la que me sentía atrapado, con aquella especie de camisa de fuerza que me impedía mover los brazos libremente.

Décadas después, un peluquero de Zaragoza me dejó tan rapado que juré no volver a ponerme en manos de nadie. Así que durante un tiempo, fue la chica con la que vivía quien se encargó de pelarme. A veces quedaba bien y otras prefería no decir nada.

Es curioso porque el día que le dije a mi abuela que ya no tenía novia, lo primero que me preguntó fue: ¿Y quién te va a cortar el pelo?

La respuesta la encontré en la Nacional 260, mientras pedaleaba por el Pirineo oscense. Cerca de Broto, dejé la bici en el arcén, saqué de las alforjas las tijeras de las uñas y empecé a cortar al azar: flequillo, laterales y greñas. Me quedé contemplando cómo el pelo volaba por el asfalto de la carretera, cómo se precipitaba por el valle. Me pareció una escena poética y liberadora.

Ayer fui a la peluquería y ahora todo me resulta deleitoso. Mojarme el pelo, las manos llenas de champú dando vueltas por mi cabeza, el sonido de las tijeras, el espejo al que evito mirar, la maquinilla por la nuca, su motor, los dedos cazando puntas. ¿Así está bien? Incluso el temor cuando se acerca a la oreja. Un poco más, por favor. Los restos se van por el desagüe de la ducha.