H ay días de confluencias donde lo grande se une a lo pequeño. Hace unas pocas fechas se declaraba a Medina Azahara Patrimonio Mundial de la Unesco y en La Carlota terminaban los actos de conmemoración del 250 aniversario del Fuero de las Nuevas Poblaciones y se reunían representantes de los 16 municipios donde los colonos centro-europeos se instalaron a final del siglo XVIII. Se determinó crear una Asociación de las Nuevas Poblaciones, anunciada por el señor Antonio Granados, alcalde de La Carlota, en base a una misma idiosincrasia de sus habitantes: abiertos, hospitalarios, trabajadores e innovadores. El turismo será el motor. Y viendo como los descendientes de estos colonos, ataviados con trajes regionales de época, bebían cerveza alemana y española, se abanicaban con un gracioso abanico con una reproducción del Goya ‘Carlos III, cazador’, bailaban y cantaban con eufórico entusiasmo cosas de aquí y de allá, de hoy y de ayer, se pudiera decir que se había cumplido con creces el propósito de la idea ilustrada de que «se reúnan los extranjeros con los naturales, haciendo matrimonios recíprocos» y que festejaban por partida doble el origen y el destino. (El único descendiente de colonos que he conocido y que hacía gala y jactancia de sus dos apellidos no castellanos, los del pueblo le apodaban «el españolito»). Pero como yo en La Carlota iba en esa fiesta acompañado por Sahara, la niña saharaui invitada en casa de la familia Suanes-Crespo y que ha nacido y vive en el campo de refugiados de Tinduf en el desierto argelino, me era difícil explicarle aquella felicidad.

Pensé en Medina Azahara. Hay unos versos memorables de Ricardo Molina que dicen: «Lo que nadie recuerda, ¿ha muerto?/ Acaso vive recogido en sí mismo la vida más perfecta». Se ha escrito mucho estos días y se ha enfatizado el esfuerzo para reconstruir la ciudad palaciega. Nada más justo. Madinat Al’Zahra había sido destripada por las guerras civiles musulmanas y por siglos de abandono, desidia y expolio cristiano. Sirvió de cantera de edificios citadinos más allá de Córdoba y los mismos estudiantes que ayudaban en las excavaciones de mediados del siglo pasado se llevaban a casa, por puro recuerdo, piezas de aquel extraordinario rompecabezas de arabescos que un día habían decorado recios muros, elegantes arcos y elevadas columnas de salones y patios. En lo que parecía la estructura de un estanque, se decía que había contenido mercurio en vez de agua para que la luna se reflejara eternamente y rellenábamos las hendiduras en las columnas de imaginario oro y piedras preciosas. La fantasía abrasaba más que el tórrido calor estival y al caer la tarde se abría la melancolía. ¿Es que ya nadie recuerda cómo esas ruinas y escombros dejaban en el ánimo un sordo lamento? Antonio Muñoz Molina recoge en su libro ‘Córdoba de los Omeyas’ que el califa Abderramán III, ante quienes las embajadas de todo el mundo tenía que esperar años para ser recibidas, dejó al morir una nota donde constataba que había vivido X días y no recordaba tres felices. Era este también un sentimiento difícil de explicar a una niña que sueña en la arena del desierto mundos perdidos.

* Comentarista político