Una de las peticiones recurrentes del nacionalismo catalán ha sido el tema de las inversiones del Estado en Cataluña. Desde la época de Jordi Pujol, pasando por la de Artur Mas y ahora en la de Puigdemont/Torra, los catalanes se han quejado (¿cuándo no?) de una falta de inversión en Cataluña por parte del Estado. Cada vez que en alguna otra zona de España se hacía una línea de ferrocarril, la Generalitat reclamaba más inversión en los trenes de cercanías. De la misma forma que cada vez que se ampliaba un aeropuerto o se hacía uno nuevo, ellos pidieron la compensación hasta tener el segundo aeropuerto de España, otro en Gerona que usa Ryanair y otros cuatro inservibles (Sabadell, Reus, La Seu D’Urgell y Lérida), o sea, los mismos que Andalucía para la mitad de territorio. Como reclamaron más autopistas ante cada autopista que se hacía en Madrid o el Norte.

El saldo de esta permanente reclamación es que Cataluña, además de lo que ya se invirtió en el periodo anterior a la democracia (de lo que no se habla, pues, por ser en época vergonzante parece que no les aprovechara), ha recibido más inversión pública que la media nacional, siendo la primera que más ha recibido en valor absoluto entre 1995 y 2015, la tercera en términos relativos (tras Madrid y Baleares) y mucho más que Andalucía. Lo que determina que la dotación de capital público, es decir, infraestructuras de todo tipo para la prestación de servicios públicos sea en Cataluña superior a la de cualquier otra región de España. Sólo por habitante, y por razones de su despoblación, el cuadrante norte tiene más por habitante, pero eso no significa que Cataluña esté, en comparación con el resto del país, peor dotada. Dicho de otra forma, Cataluña no está infradotada en capital físico público, más bien al contrario en comparación con el resto de los territorios. Y los datos se pueden consultar en el fantástico trabajo que dirigieron Matilde Mas, Francisco Pérez y Ezequiel Uriel para la Fundación BBVA, con las series de datos del viejo Servicio de Estudios del Banco de Bilbao (Capital público en España. Evolución y distribución territorial (1900-2012)).

Hasta aquí los hechos. Lo sorprendente es que nadie en la escena política les desmonte el argumento, y que desde el mismo Gobierno, y, desde luego, desde los partidos que se llaman socialistas o progresistas, acepten incluso que el criterio de reparto de las inversiones públicas debe ser «en función del PIB». Lo que es una aberración en su misma formulación, pues si fuera el criterio para asignar las inversiones públicas, nos encontraríamos que habría que dotar de más servicios públicos (hospitales, escuelas, museos, carreteras, servicio de aguas, transporte público, comisarías, etc.) a las ciudades más ricas o a los barrios más ricos que a los más pobres, con lo que éstos nunca podrían converger. No sólo es una aberración social, sino que también lo es económica, puesto que la inversión ha de hacerse en aquel sitio y actividad donde genere un mayor rendimiento y, éste es, por un principio de primero de Economía que se llama de los «rendimientos marginales decrecientes», mayor en las zonas de menor renta. Es decir, que, ante alternativas de inversión, es más rentable, en términos de crecimiento económico y de bienestar, invertir en aquella población que menos PIB genera, la más pobre, no en la más rica. Lo que también es un principio elemental de redistribución de rentas y servicios, pues los ricos pueden dotarse de estos servicios en el sector privado.

Que la inversión pública nunca siguió exactamente criterios económicos lo sabemos los economistas desde hace tiempo, pues es un instrumento político, pero de ahí a aceptar que la inversión pública se asigne, además la del Estado que es de todos, en función del PIB sería una aberración que sólo tiene sentido en el mundo en el que vive el independentismo catalán, con el permiso de algunos ingenuos.

* Profesor de Política Económica. Universidad Loyola