Una de las graves consecuencias del mundo hipercomunicado en el que vivimos es algo que se me ocurriría denominar «transmutación de los fenómenos». Y pongo como ejemplo el caso del fenómeno literario que ha explotado bajo el nombre de Cristina Morales, la escritora granadina acharnegada en Barcelona, y su flamante Premio Nacional de Narrativa, pero que se ha transmutado en fenómeno sociopolítico por declaraciones como la siguiente: «Es una alegría que haya fuego en vez de tiendas abiertas en Barcelona».

Al leer eso, no tuve más remedio que preguntarme por el origen de su pensamiento, que es algo más que una imagen literaria. ¿Por qué Cristina parece compartir el espíritu y las ideas de esos encapuchados que lanzan adoquines contra la policía, queman contenedores y asaltan tiendas de teléfonos móviles en el centro de Barcelona? Afortunadamente, los adoquines de la Cristina encapuchada están hechos de palabras y literatura, aunque las palabras pueden transformarse en certeros dardos e inducir al asesinato.

Cristina García Morales se licenció en Derecho Internacional por la Universidad de Granada y llegó a la capital catalana huyendo de una Andalucía en la que no tenía ni donde caerse muerta, según sus propias declaraciones; igual que muchos otros andaluces a quienes la patria no ha sabido cuidar. Su salida natural habría sido el mundo de las relaciones internacionales, pero ni su familia era del gremio ni disponía de recursos para intentarlo.

La obra de Cristina Morales (La merienda de las niñas, Malas palabras, Terroristas modernos, Lectura fácil) ilustra su movimiento personal hacia la lucha feminista y anarquista con la crítica destructiva como principio y el movimiento okupa como entorno inspirador. Quizás su decisión de eliminar el apellido paterno de su firma no sea sino una manera algo más que simbólica de combatir la democracia capitalista y patriarcal hasta la muerte o la victoria final.

Ella no tiene toda la culpa de su éxito. Ni tampoco los miembros del jurado a los que les gusta saber que no se escandalizan por nada. A las democracias capitalistas les gusta consentir a sus niños rebeldes hasta que estos maduran y se transmutan en aquellos ciudadanos adocenados a los que criticaban con desprecio. Y esos hijos rebeldes lo saben, aunque parezca lo contrario: su rebeldía es calculadamente subconsciente. Además, la industria editorial necesita de estos remansos de paz y libertad para florecer. Ni Salman Rushdie ni Cristina Morales podrían sobrevivir en otras latitudes. Yo doy todos los días las gracias por haber nacido en este país y no en muchos otros donde reina la anarquía.

A mí, sinceramente, y puestos a hablar sin miramientos y con el mismo descaro del que hace gala Cristina, utilizar la creación literaria como vehículo del pensamiento crítico sobre cualquier asunto serio, me parece una solemne tontería. Una científica no buscaría nunca impresionar ni escandalizar para remover las conciencias. En este sentido, la literatura, en el mejor de los casos, no sirve absolutamente para nada. Y ya quisiéramos que tuviese solo esas inocuas consecuencias. Porque lo más habitual es que este tipo de discursos, impresionistas e impresionantes, nada científicos, más dirigidos al corazón o al estómago, y menos al cerebro racional, no hagan sino intoxicar y mover a la acción de una manera caótica o pérfidamente interesada. El cristianismo, el fascismo, el anarquismo, el feminismo y todos los ismos se nutren y acaban produciendo la misma literatura barata y tóxica.

No sé si llegaré a leer Lectura fácil. A mí no me basta con que alguien tenga el don de escribir bien y contar sin filtros lo que guarda en su interior o simplemente rebotar lo que le dicta su entorno cultural inmediato. Además de eso, me tiene que convencer de que eso que guarda en su interior es algo que puede iluminar mi vida o ayudarme a entender de qué va todo esto, y no que me ofrezca solo eso que todos tenemos en el intestino grueso mientras me amenaza con su dedo corazón.

* Profesor de la UCO