Vuelve el eco de la palabra que aprendimos a temer. Ahora llega cargada de interrogantes. Los mensajes se debaten entre los apocalípticos y los que tratan de ver cierta luz en el horizonte.

Nos hemos acostumbrado a vivir con la despensa bajo mínimos y ahora vuelven a sonar las alarmas. Hemos perdido todo el músculo que teníamos hace 10 años y, lo peor, nos hemos ido acostumbrado a ser más débiles, a tratar de vivir con esa vulnerabilidad, a cambiar nuestros hábitos, incluso nuestro modo de vivir el ocio o buscar el bienestar. Del «viaja a los bosques de Alaska por todo lo alto» al «pasea por el bosque y abrázate a un árbol».

La (mal) llamada economía colaborativa (esa que esquiva impuestos y paga sueldos de miseria) ha aliviado parte de los gastos corrientes. Mientras los comercios locales bajaban la persiana y los creadores y fabricantes cerraban sus talleres, nos lanzábamos a comprar productos elaborados con mano de obra esclava. Hemos aprendido a reducir gastos, pero no a liberarnos del consumo. Y, entre los recortes, quizá también se ha perdido el pensamiento crítico. Crecen los hechiceros políticos, esos que prometen ungüentos milagrosos para cánceres sistémicos. Nos atiborramos de información y cada día somos más ciegos. Y, así, nos equivocamos de enemigo. ¿Quién gana (política, económica y socialmente) y quién pierde con nuestra vulnerabilidad? Solo en la respuesta a esa pregunta está el adversario a batir.

* Escritora