Hasta no hace tanto, las portadas y titulares de los medios de comunicación hablaban sin cesar de la crisis de refugiados en Europa. Fuimos muchos quienes criticamos el nombre que se le había dado a la llegada intensa de flujos migratorios forzados desde Oriente Medio, principalmente, como consecuencia en gran medida de la guerra en Siria. Europa no tenía una crisis de refugiados, no. Europa tenía una crisis de gestión de esos refugiados. Una crisis política, de falta de voluntades, de organización. La crisis humanitaria la tenían, tienen, en Jordania, Turquía, Irak, Afganistán, pero también en Bangladesh, Tailandia, Yemen, Libia, República Centroafricana o Venezuela. Las crisis están allí, en el origen y los países vecinos. Nosotros recibimos solo una pequeña parte de las consecuencias. Además, esa proporción era, es, perfectamente asumible si se reparte entre los 28 estados miembro de una de las zonas con mayor riqueza y estabilidad del mundo. Pero no fue así y la UE sigue sin llegar a un consenso sobre sus políticas de reasentamiento y redistribución de solicitantes de asilo.

Ahora bien, esos titulares han variado de forma importante. Ahora se habla de crisis migratorias. La frontera sur de Europa, Venezuela, Asia. ¿Ya no hay refugiados? ¿Son esos mismos refugiados ahora migrantes? El cambio de palabra no es baladí. No interesa que las sociedades europeas humanicen a las personas que llegan a nuestras fronteras. Es preferible que les sigamos viendo como «solo» migrantes. Les escribo la frase plenamente consciente de cada palabra. Los migrantes son, somos, personas, obviamente. Pero la migración llamada voluntaria (aquella que se hace por motivos personales y de forma escogida) no está sujeta a los mismos derechos internacionales. Los migrantes voluntarios dependen de la soberanía nacional de cada estado. De ahí que muchos gobernantes europeos, para convencer o tranquilizar a sus poblaciones más reacias, utilicen el discurso utilitarista. «Necesitamos» migrantes en edad de trabajar para sostener nuestros sistemas, nuestras economías. «Tenemos derecho a proteger nuestras fronteras». Este tipo de argumento político no deja de ser una opción ideológica legítima no compartida por quien les escribe, pero invisibiliza un retroceso que se está produciendo a nivel mundial en materia de derechos internacionales protegidos.

El derecho al asilo, definido y reconocido en 1951 tras la segunda guerra mundial, obliga a los estados firmantes a permitir que cualquier persona del mundo llegue a sus fronteras para solicitar, si así lo necesita, acogida. En aquel momento, Europa no había solo vivido una gran guerra y un Holocausto, sino que, por primera vez, se tiene constancia de más de un millón de personas desplazadas de sus lugares de origen. Hasta entonces, no se había tenido tanto acceso al transporte para huir de conflictos armados. En aquel momento, muchos estados americanos, soviéticos y de otros lugares del mundo acogieron a cientos de miles de refugiados sin pensarlo. De aquel 1951 a este 2018 el mundo ha cambiado mucho y la globalización económica y el ritmo trepidante hacen que los países sientan mayor presión por no bajar de la carrera sin fin hacia el enriquecimiento, el desarrollo y el materialismo imperante.

Aquellos principios con los que se fundó la ONU, «resolución pacífica de controversias», «solidaridad», «seguridad internacional», ahora se diluyen en los despachos de los grandes consejeros delegados y en las Bolsas de ciudades a miles de kilómetros. El derecho al asilo parece algo ‘vintage’, de otra época, en la que algunos estados aún tenían una cierta visión de un club donde las democracias reales fuesen los buenos, y las dictaduras y los países opresores, los malos.

Así, nos encontramos en un 2018 en el que lo que está en crisis es el derecho al asilo. El derecho de cualquier persona del mundo a poder desplazarse hasta otra frontera (les aseguro que ese primer requisito ya deja a miles atrás) y solicitar asilo. Poder expresar que huye de un lugar en el que es perseguido por motivos de raza, etnia, orientación sexual, pertenencia política, pertenencia a una minoría lingüística, condiciones biológicas, etc. Y que su estado no puede o no quiere protegerle. Si rompemos ya ese mínimo consenso, no permitiendo que las personas puedan huir de donde nacen --como si alguien en la vida pudiese escoger eso--, puedan intentar protegerse y sobrevivir, si ignoramos el derecho al asilo recogido en 1951, entonces digámoslo ya con todas las letras: el mundo es una jungla que se asemeja más a Los juegos del hambre que a unos Juegos Olímpicos.

* Profesora de Ciencias Políticas