Decía el domingo pasado que el capitalismo es bastante más que un modelo económico, es toda una cultura. Digo que es más que un modelo económico, porque alcanza más allá de la asignación de las partidas del presupuesto del Estado, del esquema concreto de relaciones laborales, o de la evaluación de la viabilidad de las inversiones. Digo que es toda una cultura, porque el capitalismo es todo un sistema jerárquico de valores. Además de modelizar las relaciones entre las variables macroeconómicas, ha logrado definir qué es el progreso, y qué es el atraso, qué es la verdad y qué es el error, qué es el bien y qué es el mal. El capitalismo ha rebasado las fronteras de la Administración Pública del Estado, y de la gestión de las empresas privadas, y ha establecido los parámetros de referencia de las opciones de los individuos. El capitalismo no solamente rige nuestros ingresos y nuestros gastos, rige nuestra conducta.

En este comienzo del siglo XXI estimo que existen suficientes indicios para pensar que nos encontramos en un quicio o esquina de la historia donde la corrección de algunos excesos de la cultura capitalista no es suficiente. No pretendo decir que la cultura capitalista nacida en la segunda mitad del siglo XVIII no haya aportado al mundo occidental ventajas comparativas importantes. De hecho las sociedades occidentales de América del Norte, Europa y de algunos países de Asia, han experimentado en estos 250 años un progreso, económico y social como no se había conocido en 5.000 años antes. No se puede decir lo mismo de otros países y poblaciones donde los efectos de las decisiones económicas y políticas de las potencias dominantes han provocado situaciones de dependencia y empobrecimiento. Pero, de hecho, donde ha tenido éxito, el éxito ha sido espectacular.

Lo que nos podemos plantear es si al cabo de estos 250 años la sociedad mundial puede seguir siendo alimentada y conformada por esta cultura capitalista. Cuando menciono al capitalismo no lo estoy haciendo como alternativa o par dialéctico con el socialismo. En realidad el sistema económico implantado en los países de la antigua área de influencia soviética no era sino una variante del propio sistema capitalista. Los fundamentos del sistema eran los mismos, variaba solamente el proceso de toma de decisiones: las tomaba el Estado no los individuos particulares. Pero el Estado razonaba con los mismos criterios que lo hacen los individuos en los sistemas de economía de libre mercado: la multiplicación de la riqueza.

Creo que tenemos suficientes indicios que empiezan a sugerir este agotamiento: el hecho de que la Política Agraria Común haya cambiado en la dirección opuesta a la finalidad con que fue instaurada es un síntoma relevante. En los años 50 y 60 Europa era deficitaria en productos agroganaderos, y los países firmantes del Tratado de Roma adoptaron medidas para incrementar la productividad agraria, bajo el lema de la Europa verde. 30 años más tarde los objetivos han sido totalmente conseguidos, se ha logrado que Europa sea autosuficiente en productos agroganaderos, y se ha mantenido el nivel de renta de los agricultores. A la vez que se resolvió un problema de falta de producción se ha generado otro de superproducción. Europa no es capaz de consumir todo lo que es capaz de producir. Fuera de Europa los países con capacidad de comprar la superproducción europea también son excedentarios. Y aquellos que padecen déficit agroalimentario no tienen capacidad de pagar los costos de la producción de los productos europeos. En vista de lo cual la Comisión Europea se ha visto en la necesidad de adoptar medidas radicalmente anticapitalistas: desde 2003 se aportan subvenciones aunque no haya producción.

No está demasiado lejana la fecha en que lo mismo que ha ocurrido con la producción agroganadera ocurra con la producción industrial. Los países industrializados son capaces de producir muchos más bienes y servicios que los que son capaces de consumir, y los que están faltos de estos bienes y servicios no tienen capacidad de pagar los costes de producción. Simultáneamente está ocurriendo el crecimiento paralelo de dos variables macroeconómicas que en principio deberían ser inversamente proporcionales: crecimiento del producto interior bruto y crecimiento del desempleo. Aumenta la producción de bienes y servicios y disminuye el número de personas que trabajan. Es la consecuencia evidente del incremento de la productividad.

Por otra parte, la cantidad de bienes industriales que el equipo instalado es capaz de producir está ya creando un problema de espacio. Las ciudades atiborradas de coches aparcados creo que es la imagen más representativa de un sistema productivo que ha alcanzado el punto de saturación. Si a ello le añadimos la destrucción del medio ambiente, y los problemas ecológicos resultantes, pienso si no es hora de ir pensando que el proceso de desarrollo industrial iniciado en la segunda mitad del siglo XVIII está llegando al límite de sus posibilidades. Que no muy tarde va a cesar, agotado no en su fracaso, sino en su éxito. Tal como decíamos de la agricultura europea.

En el marco de la cultura capitalista, apoyada en el ciclo ahorro-inversión-beneficio-ahorro, no existe solución razonable a los problemas que se nos están planteando en los inicios del siglo XXI. La cultura capitalista se apoya en un postulado básico: la multiplicación del ahorro, es decir la multiplicación de la riqueza. En una reducida área del planeta se ha llegado al ahogamiento de las personas en su propia riqueza y a la destrucción de la naturaleza virgen, mientras que los excedentes no pueden llegar a las áreas deficitarias.

* Profesor jesuita