¡Pues eso que también ha llegado las crisis a los buzones de correos y que echar una carta es una auténtica aventura! ¡Ea, sin más ni menos, a talar buzones! Y yo me pregunto, ¿y qué han hecho estos inocentes ingenios? ¡Con lo bien que resultaban en plazas y esquinas con su amarillo chillón y su boca abierta en espera de nuestras íntimas misivas! Pero, si no pedían pan ni tan siquiera una manita de pintura, ¿a qué viene esa radical siega? ¿A quién beneficia? ¿A los carteros? Pero si allí, justito al lado han dejado los lúgubres e impenetrables verdosos de su exclusiva propiedad? ¿Que hoy día no se escriben cartas? Pues no sé cómo hacer con tanto papeleo como exigen con firma de puño y letra? ¿Y cómo se comunica la tata con el tate? ¡Que no todo el mundo tiene Internet! Y no digamos el lance de comprar sellos: autobuses van y vienen en busca de un estanco que, cuando al fin lo encuentras, amablemente te indican dónde está el próximo que, como mínimo, media un kilómetro, porque ya no trabajan ni sobres ni franqueos. Me indigna, me cabrea los paseos que llevo dados paseando una carta a fin de cumplimentada dejarla en "buenas manos" o sea, en el buzón. Y añoro --me dan motivos-- el pasado cuando, por ejemplo, en mi pueblo, la gran cabezota de un dragón era objeto no solo de recogida de cartas sino que a los niños nos atraía y parecía mágica aquella bocaza traga cartas.

Nada, ¡al garete el invento! A los restos del círculo amarillo que ha dejado mi habitual buzón, le he hecho una fotografía y al pie de ella un descanse en paz. Amén.

Isabel Agüera

Córdoba