La humanidad sigue envuelta de forma alarmante en la pandemia que no cesa, acelerando los contagios cada vez que bajamos la guardia. El suministro de vacunas que concentra la atención no acaba de despegar como estaba previsto. Y, naturalmente, la gente, los pueblos, todos nos vamos dando cuenta de que «algo pasa» que no acabamos de entender, que se nos escapa de la mente y de las previsiones. La llamada «globalización de la indiferencia» ha hecho estragos en la marcha del mundo. Como bien ha señalado el papa Francisco, está, en primer lugar, la indiferencia frente a los gemidos de la naturaleza, debido al cambio climático, al calentamiento del planeta, a la desertización, a la reducción de la biodiversidad y a la contaminación de ríos y océanos. Y en segundo lugar, la indiferencia frente al prójimo, especialmente, si éste pertenece a un grupo vulnerable, si es pobre, indigente, refugiado o inmigrante. Esta indiferencia es una expresión de inhumanidad, fruto del blindaje emocional y es claramente contraria a la ética cristiana. El Papa expresa con claridad su denuncia: «Cuando descuidamos a la Madre Tierra, perdemos no solo lo que necesitamos para sobrevivir, sino también la sabiduría de la buena convivencia». A continuación aclara la «esencia del pecado»: «Nuestro pecado radica en no reconocer el valor, en querer poseer y explotar aquello que no valoramos como un don. El pecado tiene siempre una raíz de posesión, de enriquecimiento a costa del otro y de la creación. El pecado está en explotar una cosa que no debe ser explotada, sacar riqueza (o poder, o satisfacción) de donde no se debe sacar. El pecado es el rechazo de los límites que exige el amor». Probablemente, en ningún libro de moral, o tal vez, en ninguna clase, se ha explicado tan hermosamente, tan delicadamente y tan claramente, qué es el pecado, cuál es su verdadera esencia, en qué consiste y cómo puede cometerse. En un libro espléndido que acaba de publicarse, Soñemos juntos. El cambio a un futuro mejor (Plaza-Janés), el papa Francisco nos relata con detalle las tres «situaciones covid» que vivió en su propia vida: «La enfermedad, Alemania y Córdoba (Argentina)». La primera fue su grave enfermedad, a los 21 años, en la que tuvo su primera experiencia con el límite, con el dolor y la soledad: «Me cambiaron las pautas. Durante meses no sabía quién era y si me moría o no. Ni los médicos sabían si iba a sobrevivir. La enfermedad grave que viví me enseñó a depender de la bondad y la sabiduría de los demás». La segunda «situación covid», Alemania, en 1986, la define el Papa como el «covid del destierro»: «Fue una especie de cuarentena de aislamiento, como tantos hemos hecho en estos meses, y me hizo bien. Me llevó a madurar ideas: escribí y recé mucho». Y la tercera «situación covid», el «covid» de Córdoba, «fue una verdadera purificación, ya que me dio mayor tolerancia, comprensión, capacidad de perdón. También me dio una nueva empatía por los débiles y los indefensos. Y paciencia, mucha paciencia, que es el don de entender que las cosas importantes llevan tiempo, que el cambio es orgánico, que hay límites, y que tenemos que trabajar dentro de ellos y mantener al mismo tiempo los ojos en el horizonte, como hizo Jesús. Aprendí la importancia de ver lo grande en lo pequeño, y a estar atento a lo pequeño en las cosas grandes». Y tras sus tres «covid personales», Francisco nos dice: «Lo que aprendí es que vos sufrís mucho, pero si dejáis que te cambie, salís mejor. Pero si te atrincheras, salís peor».