El entorno de la Mezquita-Catedral, declarado como es bien sabido Patrimonio de la Humanidad por partida triple, se está poco a poco vaciando de residentes, que venden sus casas al mejor postor para que puedan ser explotadas turísticamente, cansados de tantas trabas y tanta molestia diaria. Esto viene provocando a su vez, de forma silenciosa pero imparable, la desaparición de tipologías arquitectónicas milenarias basadas en el esquema de la casa-patio, en beneficio de locales comerciales que, a su vez, falsean o enmascaran la imagen urbana, disfrazándola de veladores, cachivaches made in China o menús del día gobernados por los inefables y siempre efectivos flamenquines y salmorejos. Dicho proceso fue ya denunciado en 2008, con toda contundencia, por G. Palmieri en un ensayo sobre Córdoba como ciudad histórica que mantiene aún hoy toda su vigencia; porque las cosas no solo siguen siendo así, sino que se han agravado. En un proceso alarmante, de consecuencias insospechadas, el fenómeno se va haciendo extensivo al resto del casco histórico, reconvertido para apartamentos turísticos, hoteles y negocios diversos al servicio de una burbuja turística que si por un mal viento nos vuelve a estallar en las narices provocará un desastre descomunal ante la falta de alternativa; invadido hasta el último centímetro por bares, tabernas y terrazas; dolorosamente sumido en un caos de tráfico que más que regulación parece diseño esquizofrénico o tortura; inhóspito, agresivo y cada vez más inhabitable para quienes han hecho de él lo que hoy es; transformado poco a poco en puro cascarón de huevo que tal vez mantendrá durante algún tiempo la vida, pero a costa de su desnaturalización, de alterar por completo su tradición y romper su equilibrio, de expulsar piano piano y criminalmente a los vecinos, que son quienes le han dado su carácter singular, construyéndolo y viviéndolo en primera persona durante siglos.

Es cierto: existen mecanismos normativos, como el Plan Especial para la Protección del Casco Histórico que deberían estar velando por que esto no ocurriera, pero dicho documento es de 2003, y las cosas han cambiado mucho en la ciudad desde entonces, especialmente en los últimos cuatro o cinco años, cuando el turismo ha pasado de ser potencial fuente de riqueza a implacable invasión. Nuestros políticos no tendrán, pues, más remedio que tomar antes o después cartas en el asunto, por más que ello termine enfrentándoles al sector de la hostelería, cuyo papel en la salvaguarda y enriquecimiento de nuestro discurso patrimonial y en el empleo de calidad muchos no terminan de ver. En caso contrario será la ciudadanía la que probablemente recurrirá a la protesta en la calle o el activismo cívico; y es que Córdoba no merece lo que le estamos haciendo, ni tampoco está preparada para una transformación tan radical, ajena por completo a su propia esencia. ¿Dónde quedaron su sobriedad y su elegancia, el silencio que la caracterizaba, su alma de saeta y de novena, su caminar despacito para no sobresaltar con sus pasos, su frescura de patio y su cantar cadencioso? ¿Es necesario que, para forjarse esa nueva identidad hacia la que según todos los indicios camina, lo haga a costa de romper consigo misma y con quienes la nutren a diario? No hablo ya de su pasado, o de los testimonios materiales del mismo, que representan la parte más evidente y monumental de las culturas que la habitaron antes que nosotros, pero carentes de valor si los cordobeses contemporáneos se empeñan en ignorarlos y destruirlos, sino de renunciar a sí misma. De ahí las denuncias, como la de Marta Jiménez en este mismo periódico, cuando hablaba certeramente de la «dysneificación de la Judería y el Alcázar Viejo, el monocultivo comercial, la pérdida de identidad, la gentrificación, la transformación del paisaje urbano o las heridas de muerte a la vida social de los barrios». Es hora de escuchar lo que esas mil voces gritan, de sentarse a reflexionar sobre las claves del mensaje que transmiten, y reaccionar en consecuencia antes de que todo sea irreversible. La responsabilidad institucional al respecto, por más que obedezca a claves políticas o ideológicas --quizás también a determinados intereses--, es enorme; incluso aunque se trate de pura ignorancia, en la que algunos persistirían en enrocarse. Una sociedad que no respeta la excelsa herencia patrimonial --material e inmaterial--, que ha recibido, cuidándola y engrandeciéndola sin pervertirla, es una sociedad abocada a perder su anclaje en la historia, que no se respeta a sí misma. Renunciemos, pues, a nuestra discreción y abulia seculares, y reivindiquemos activamente nuestra esencia como cultura. Lo que está ocurriendo es muy grave.

* Catedrático de Arqueología de la UCO