Ahora que volvemos a estudiar la posible transformación del Cordel de Écija -una vía pastoril de 45 varas de ancha para los ganados trashumantes, según la legislación de la Mesta- en un espacio urbano y la Real Academia ha descrito cómo se vivía en la Córdoba bajomedieval (siglos XIII-XV) cuando se fueron los árabes, no se me va de la cabeza el cambio que sufrió la ciudad con el Plan Urban Ribera a finales de los 90, en los comienzos del siglo XXI, cuando la calle Cardenal González dejó de ser maldita. El académico José Manuel Escobar describió la otra tarde aquella ciudad que en 1236 quedó vacía de la influencia árabe y empezó a construir las collaciones bajomedievales cristianas, muchas de cuyas parroquias se levantaron sobre antiguas mezquitas. Y el conferenciante comenzó a utilizar un nuevo vocablo ligado a la cristiandad, como iglesias, conventos, ermitas, monasterios, así como Cabildo catedralicio e Inquisición, describió cómo las calles eran el escenario de la vida, la sociedad se dividía en clero y nobleza, en trabajadores y marginados y cómo la prostitución era un floreciente negocio que controlaban el Cabildo catedralicio y el Ayuntamiento.

Quizá por eso se me fue la mente hacia la calle Cardenal González de antes, un espacio casi portuario, paralelo a las aguas del Guadalquivir, que ha convivido siempre con un estigma que señalaba exageradamente con el dedo de la maldición lo que en definitiva no era sino la primera experiencia -normalmente desalentadora y siempre pagada- del aprendizaje del amor. Justo es decir que la historia, con cierta retranca, utilizó la ermita del Amparo -al comienzo de la calle, junto al Arquillo de Calceteros o Puerta de la Pescadería, asentamiento de castellanos nuevos- en el siglo XVI como hospital dedicado a «la curación de mujeres invadidas del venéreo», en el XVIII, «a recogimiento de mujeres perdidas» y, en su día, la Inquisición castigó por una de las callejas portuarias que desembocan en el río a un mal fraile por su licenciosa vida.

Aquel Plan Urban Ribera fue como una especie de redención oficial en forma de subvenciones y apoyo en el que una calle maldita ya se podía considerar vecina de la Mezquita y el Seminario porque lucía los mismos adoquines. Una calle que tiene el privilegio de despertarse con campanas catedralicias y de guardar, en su condición de trastienda del poder, los secretos de la vida. Que casi siempre han tenido que ver con el amor. En los que, desgraciadamente, han estado utilizadas las mujeres porque el poder machista del clero y la nobleza las usaba como protagonistas del pecado de la carne, que la hipocresía miraba con desdén y se rasgaba las vestiduras.