Para el aprendiz de historiador, el terreno de la política en la España actual resulta particularmente resbaladizo. De un lado, su deber cívico semeja impulsarlo en las batallas del día, a codearse con sus conciudadanos en la búsqueda acezante de posibles soluciones a los mil y un problemas y desafíos del hervoroso presente. De otro, en las legítimas pugnas y enfrentamientos de la arena política ha de actuar invariablemente conforme al inflexible código de su quehacer que le impide a toda costa embarrar y aún menos ensangrentar esa misma arena con frivolidades y extremismos. En la Historia, incluso en la del tiempo presente (¡horresco referens!), no hay enemigos, sino muertos y adversarios. Nuestra colectividad ofrecerá una salud más roborante, una convivencia más plenificante y adelantada, si los aprendices de historiador e, incluso, los maestros en el esquivo oficio de Clío ponen las armas del estudio y la reflexión al servicio indeficiente del sosiego y la objetividad.

Tan recomendables y eficaces premisas de su quehacer fueron, ¡hèlas¡, olvidadas un amanecer del crudo -a las veces, crudelísimo- invierno de la ciudad de sus querencias y desvelos de senectud al entablar sugestiva conversación con el conductor del taxi que le llevaba a su antiguo hogar de sueños e ilusiones de la fecunda España de la Transición. Hablando, ¿cómo no?, de los sucesos del día, el anciano cronista preguntó a su amable interlocutor por la deriva de ese cuento de nunca acabar que semeja ser el tema del enojoso Cabify y sus incontables avatares. Ante su relativa sorpresa, el ardoroso taxista -había comenzado su jornada a las 5 y media de la madrugada- le relató que todo el mundo de su profesión, antaño más o menos pedisecuo seguidor del PP, se encontraba en un irreversible proceso de desafección con la causa u objetivos de dicha fuerza política, debido justamente a su decidida inclinación por las pretensiones de Cabify. En el calor de sus argumentos, llegó a confesar a su cliente su simpatía por las posiciones conservadoras, ahora menguadas por la postura que adjudicaba al PP. En justa correspondencia, el articulista le manifestó su idéntica simpatía, que no militancia, por las mismas banderas y actitudes, pero invariablemente al servicio de los intereses nacionales defendidos desde cualquier ángulo o credo partidista. Desde su condición liberal-conservadora, la libertad es la pieza clave de cualquier sistema político-social. Ello implica, obviamente, el repudio de cualquier régimen monopolista. El público, la sociedad tiene también sus derechos inalienables en la materia referida. Mas, con todo, un colectivo tan entrañado y representativo de la comunidad nacional como el del gremio del taxi ha de merecer un esfuerzo gengiskánico por parte del estamento político en punto a lograr una satisfacción prudente de sus reivindicaciones frente a una multinacional; por lo demás y a menudo, eficaz y responsable en sus tareas, en especial, en opinión de la juventud, dios mayor y omnisciente de cualquier programa electoral que se precie.

Dados los hábitos del anciano cronista, es probable que no tardará en acogerse al buen servicio prestado por el citado taxista. Con su permiso, el articulista trasladará a sus lectores el tenor de esa nueva conversación. Y ojalá fuese optimista en una España a la que parece multiplicarse sus disensiones y querellas.

* Catedrático