Cerramos 2019 con la herida catalana más sangrante que nunca. Ahora es la sentencia del TJUE que permite a Puigdemont y Comín obtener el acta de parlamentarios europeos y a Junqueras orientado hacia el mismo camino que el Tribunal Supremo trata de desbrozar jurídicamente, pues la máxima instancia judicial europea (una institución que gana poder y prestigio al mismo nivel que BCE) dictamina que “solo” es exigible “el voto del electorado” para que un candidato al Parlamento Europeo se convierta en eurodiputado con plenitud de potestades, también la inmunidad.

Esta sentencia histórica, que hará cambiar la práctica totalidad de la legislación electoral de los 27 Estados que conforman la UE no sin gran revuelo y notables posicionamientos en contra, nos retrotrae de forma sorpresiva, y diríamos que refrescante, a la raíz misma de los valores democráticos primarios: la única condición para representar al pueblo es que este te vote. No más requisitos. Pero nuestras maduras democracias liberales con el paso del tiempo han venido disponiendo condiciones a este principio tan cristalino. Uno de ellos, en el caso español, es que todos los representantes electos han de prometer o jurar la Constitución. Pues bien, el TJUE también lo elimina.

Este fallo, impecablemente anillado con los más claros principios democráticos, viene a ser ahora, en cambio, agua de mayo para el separatismo catalán y un notable incordio para las grandes instituciones españolas, y no digamos para numerosos países comunitarios (es de imaginar que los Orban, Kazinsky o Silvini varios no estarán muy contentos, cómo buena parte de la derecha conservadora y también otros socialdemócratas alcanzados por la esclerosis política tras tanta décadas de contorsionismo). Y España tiene que encajarlo en escasos días si quiere dar salida de una vez por todas a un gobierno con todas sus potencialidades.

Pero puede ser el principio de otras secuelas no queridas. El secesionismo catalán pasa de ser noticia más o menos atendida en Europa (en todo caso, bastante más de lo que se nos trasmite) a formar parte de su institución parlamentaria y convertirse muy pronto en un problema (¿o en una oportunidad para otros?) para la UE, pues se convierte en un asunto europeo, que no solo español, como la mayoría aún cree y proclama.

Por ello, que el próximo gobierno amanezca anunciando diálogo con los representantes políticos del nacionalismo separatista, no solo no es un error, sino quizás la única forma de ir encajando la grave crisis abierta en España.

Los nacionalistas de todo cuño tienen la tendencia de apelar a la historia (la mítica y mentirosa, sobre todo) para justificar sus posiciones extremas de ruptura y afianzar con ella sus discursos nativistas. Lejos de esa historia espuria, hoy atravesamos por otra de grandes cambios sociales, económicos y políticos que llaman a las rupturas y la solidaridad entre los insatisfechos.

Europa es un club inundado de problemas nacionales y regionales (hagamos una rápida memoria de lo que ocurre ahora) recorrido por múltiples grupos de airados buscando refugio en la “memoria de lo que un día fueron” o en lo que siempre “han soñado ser”. Dicho de manera clara, el separatismo político catalán puede encontrar aliados en Europa a poco que nuestro continente continúe su degradación política y económica. Y esa posibilidad, o no se prevé o muy pocos la quieren imaginar siquiera.

Nos resta como mejor remedio el diálogo político. Porque se olvida con facilidad que el problema territorial español es casi el único demonio de enjundia que queda, si no por solucionar al menos por aquietar. El palo y tentetieso solo conduciría a mayor desorden o algo aún más grave.

* Periodista