Tras la publicación, hace algún tiempo, de mi artículo Tornos al paraíso muchos lectores quisieron hacerme llegar de forma explícita su apoyo, casi siempre con un matiz añadido: me tienen al parecer por un perfecto soñador, un utópico, alguien que se empeña en remar contracorriente en una ciudad decidida a transformarse contra toda lógica en algo ajeno a sí misma por la vía rápida y la fuerza de los hechos; y «la utopía, como decía Ricoeur, es un sueño que aspira realizarse. El problema empero está en el paisanaje. Con mononeuronalidad pueblil, y cainismo catetoide, poco puede hacerse», escribía uno de ellos con cierta dosis de saña. Lo refrendaba también el maestro J. J. Rodríguez Alcaide, en un texto tan generoso como agudo: «Tu artículo es excelente. Pones el dedo en la llaga, o en la herida. Cada patio cordobés tiene cuatro valores acumulativos: de existencia o patrimonial; de uso; de opción, a ser ejecutada antes que el bien deje de ser resiliente; y de legado para las siguientes generaciones, que se estima a través de la tasa social de descuento. Todas las investigaciones afirman que la razón entre lo que se está dispuesto a sufrir por renunciar a un bien y lo que se está dispuesto a pagar por disfrutar ese bien siempre es mayor que uno en los bienes privados, y casi se dobla cuando se trata de bienes públicos». Soy, pues, bien consciente, de que resulta poco práctico salir una y otra vez a la palestra, lanza en ristre, para luchar contra gigantes y molinos de viento por más convencido que esté de mis razones. ¿Temeridad…? Posiblemente, visto el escaso eco que mis opiniones tienen entre las fuerzas vivas de la ciudad, o los altos peajes abonados. Pero también son legión quienes en mayor o menor medida las suscriben y me instan a perseverar en mi particular cruzada, al frente de un ejército fantasma, invocando que la misión más importante de la Universidad, y en particular del Centro en el que me integro, es la de ser núcleo de reflexión y foco de pensamiento crítico, en un ejercicio de compromiso activo con el tiempo que nos ha tocado vivir, la sociedad que nos sostiene y el entorno en el que desarrollamos nuestra labor. No existe forma más efectiva de contribuir a la mejora de la sociedad, de corregir sesgos y reorientar las derivas en la dirección adecuada. «Aquí estamos los soñadores, los ingenuos, los que aún creemos en la fuerza de las palabras», reza un verso anónimo estampado sobre la pared a la entrada de nuestra Facultad.

No cuestiono la fiesta de los patios. Me parece de generosidad, altruismo y belleza indiscutibles. Abrir las puertas de tu casa para que durante dos semanas desfilen por el corazón de la misma miles de desconocidos sin otra contrapartida, en principio, que la de socializar tu tesoro más valioso, es una renuncia tan enorme que no puedo sino alabarla, al tiempo que dar las gracias a quienes lo hacen. Con todo, una de las claves determinantes de los patios domésticos desde el principio de los tiempos, o al menos desde que tenemos constancia de ellos, ha sido la de su concepción como espacios destinados a la intimidad de la familia, a la oxigenación de la casa, al disfrute del ocio y de lo propio, en una clara evocación del paraíso en la tierra. Nada, pues, que ver con su invasión por multitudes, ni siquiera temporalmente, por más que la esencia de muchos de ellos haya sido la vida en comunidad. No soy antropólogo, por lo que convendría preguntar a los especialistas en qué medida una fiesta así conculca o no la naturaleza más profunda y definitoria de tales bienes. Tal vez el congreso internacional que tendrá lugar en Córdoba allá por noviembre, coordinado por el antropólogo J.M. Manjavacas, ayude en este objetivo. Después de su declaración como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, la apertura al público de los patios cordobeses se ha convertido en uno de los activos más importantes de Córdoba y, junto a la Mezquita y Medina Azahara, en su tirón más importante para el turismo, por lo que sería suicida renunciar a ella; pero hemos de reflexionar sobre cómo abordar dicha fiesta de cara al futuro y limitar su alcance; no ya sólo en cuanto a la afluencia de público, sino también en cuanto a los usos de dichos espacios, especialmente en los que se refiere a la celebración en algunos de eventos que, además de la consabida tromba de gente, implican megafonía, música a todo trapo, o molestias a los vecinos. Un patio es oasis de silencio y aromas, rumor gozoso de agua y savia, doblones de luz entre jazmines, ecos atávicos de ronda, claros insinuantes de luna, susurros reposados de novena, calma esponjosa de siesta, sigilos secretos de madrugada…; nunca bullicio, exceso de decibelios, derivaciones espurias, gritos o ruido. Para eso ya está el resto de la ciudad.

* Catedrático de Arqueología UCO