Tenía la piel tostada, unos ojos profundos como pozos que se hacían infinitos con esa raya rotunda que se dibujaba como nadie, la nariz ni grande ni pequeña y el pelo negro de Córdoba. No cabía ni sobraba nada en su boca con unos dientes perfectos de nácar que al reír quedaban al descubierto, como el piercing que asomaba en su lengua juguetona entre unos labios dibujados y rematados con ese lunar de herencia familiar. Sus caderas se bamboleaban hasta cuando llevaba la bolsa de la compra, sus piernas infinitas marcaban un ritmo casi perfecto al caminar y la ropa ajustada que le gustaba dejaba poco a la imaginación de unos pechos tan naturales como turgentes.Todo en ella era sensual, de una sensualidad natural que llamaba la atención, aunque no lo quisiera, aunque hubiera podido hacerse invisible.

Llevaba años con él desde que un día le había robado todos sus suspiros, sin saber porqué, sin explicación, como ocurren algunas cosas en la vida y eso que todos le habían dicho que no era el hombre adecuado para ella.

Su exultante belleza y la naturalidad con la que la exhibía le hacía a él sentirse pequeño.

Cada gesto, cada mirada que se posaba en ella, simplemente andando por la calle, disparaba un resorte en su interior por el que inmediatamente se sentía obligado a castigarla. Daba igual si era callándola ante todos y por todo, o si era con gestos evidentes de desprecio con los que tratar de reducirla. Llegaba incluso a someterla de madrugada para yacer como si no hubiera un mañana, obligándola a todo aquello de lo que luego sin pudor se vanagloriaba.

Lo hacía en público, lo hacía en privado y lo hacía para dejar constancia ante cualquiera de su poder sobre ella.

Aquella noche de agosto con un calor sofocante le dijo que irían de fiesta con unos colegas, con esos con los que a menudo abusaba del polvo blanco hasta la madrugada. Transcurrió una larga noche en la que hubo copas de garrafón y twerking y visitas cada vez más frecuentes a los sórdidos excusados en donde la llevó a probar, por fin, el polvo blanco con los lobos de su misma manada, en prueba una vez más su triunfo y su poder de acatamiento sobre ella. Más música, más copas, más idas y venidas y, de repente, todo se apagó y se hizo el silencio... y la nada.

Cuando a la mañana siguiente Consuelo se despertó nada recordaba, pero sintió una punzada profunda que le atravesó por dentro su más profunda intimidad. Sentía, aunque no lo supiera, ni siquiera lo recordara, que alguien sin su consentirlo había entrado en ella y en ese momento supo para siempre que, por fin, todo había acabado.

* Abogada