Con frecuencia, quienes nos hacemos esta pregunta no podemos encontrar una respuesta del todo satisfactoria ni precisa porque es muy difícil poder medir el grado de comprensión real que se tiene sobre ella, desentrañar en qué medida el auténtico conocimiento histórico ha contribuido a formar parte de la cosmovisión que de la propia realidad social y política tiene la ciudadanía o, de calibrar hasta qué punto la leyenda, el relato mitificado o, incluso, la ocultación y la tergiversación han logrado calar en el discurso predominante acerca de determinados períodos o acontecimientos históricos, ya sean estos relativos a etapas alejadas en el tiempo o, por el contrario, constituyan parte de nuestra Historia Contemporánea.

Es evidente que la Guerra Civil española (1936-1939) es el acontecimiento más importante de todo nuestro pasado siglo XX; también lo es, según nos ha puesto de relieve el último premio nacional de Historia, que sobre ella se han escrito aproximadamente unos 40.000 trabajos, siendo, por lo tanto, un asunto comparable, en cuanto a nivel de trascendencia política e historiográfica, a otros procesos históricos como las dos guerras mundiales, la revolución socialista de la que se ha cumplido su centenario, a los procesos de colonización, etc. También es de todo punto incontrovertible que su sombra planeó, no sólo por los acuerdos, negociaciones y desencuentros -que también los hubo en ese tan laureado consenso-, que configuraron nuestra Transición democrática, sino que aún, hoy día, determina no pocos de los debates políticos que, de manera evidente y con frecuencia con tonos un tanto broncos, logran un importante eco y proyección en determinados sectores sociales.

Como historiadores, la pregunta que nos hacemos al principio nos preocupa y más de uno de nosotros se plantea cuáles pueden ser las razones que dificultan el desarrollo de un pensamiento crítico, respetuoso con la interpretación de nuestro pasado y ajustado a los cánones de convivencia de cualquier sociedad democrática; no sabemos si achacarlo a la escasa consideración que, en general y empezando por nuestros propios responsables educativos, se tiene sobre las llamadas Ciencias Sociales, a la deficiente configuración de los currículos escolares o, por qué no, a la incapacidad de quienes somos los responsables de desarrollarlos en los diferentes niveles con la suficiente potencia explicativa y proyección entre nuestro alumnado.

Viene esto a colación con la polémica surgida en nuestra ciudad alrededor de un posible cambio en la nomenclatura del callejero; desde luego, no entramos a comentar posibles argumentarios aparecidos que nada tienen que ver con el respeto a nuestro pasado histórico, que plantean descalificaciones en el debate que no resisten cualquier mirada cívica y que pretenden ignorar lo que, desde el punto de vista historiográfico, está más que contrastado. Parece como si, cuando los datos que configuran los procesos históricos contradicen las convicciones que se puedan tener sobre determinados temas, o se ignoran o se reajustan o, simplemente, se manipulan para de esta forma adaptarlos a la propia concepción de la realidad; de esta manera se pretende conservar una visión incontrovertida, válida como explicación totalizadora y ajena al flujo de información que la Historia puede ofrecer en ese intento de recuperar nuestra fidelidad con el pasado y de contribuir a crear una conciencia cívica y democrática.

Ignorar, por ejemplo y sin necesidad de ser exhaustivos, que la participación dirigente en la trama que provocó la sublevación militar de julio de 1936, o que la presidencia de la Comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica del Estado en octubre de 1936, que la jefatura provincial de FET y de las JONS durante toda la Guerra Civil, o la participación en tareas de articulación de la dictadura franquista, de exaltación del «glorioso movimiento nacional» e, incluso, en algún caso, en funciones cercanas a la propia represión política que, entre otros, son algunos de los argumentos que hemos utilizado para plantear el estudio en los posibles cambios de callejero en el informe de la CLMH, es negar lo que la investigación histórica más solvente viene aportando, rehuir acercarse a la auténtica y compleja realidad de nuestro pasado histórico en aquella etapa tan decisiva; es ignorar, también, que todas esas consideraciones expuestas y algunas otras, están en contra del espíritu y de la letra de la reciente Ley de Memoria Histórica y Democrática de Andalucía. Y, todo ello, en una ciudad como la nuestra en la que la guerra finalizó la tarde del propio 18 de julio con el triunfo de los golpistas, iniciándose un durísimo proceso de represión sobre quienes, de alguna forma, habían permanecido fieles a la legalidad constitucional: los Muros de la Memoria, en ambos cementerios, son sólo un testimonio de lo que ocurrió. Ignorar esto es, sencillamente, que la verdad no importa.

* Historiador