Viajar ensancha horizontes, enseña a comprender la diversidad del mundo, a aceptar y valorar lo que otras culturas pueden aportarnos. Eso se dice, ¿no? Puede que sea cierto, salvo que el viajero exija tomar el té de las cinco en África --esos ingleses del cine, la literatura y probablemente de la vida real que llevaban su propia civilización allá donde se encontraran, siempre superiores-- o la española cerveza del aperitivo a las dos de la tarde a Brasil, donde a las doce y media ya ha almorzado todo el mundo. Bueno, sirvan estos ejemplos casi pueriles para decir que aceptar lo diferente no es tan sencillo como pudiera parecer. Ni en las costumbres aunque sea por unos días, así que menos en la convivencia. Si nos atenemos a la sinceridad, sabemos que es más fácil no ser racista cuando en tu entorno todo el mundo es de tu color y, sobre todo, de tu criterio y forma de ver el mundo. Lo nuestro es lo que está bien, ¿verdad?

Esta semana hemos tenido una prueba sencilla en el entorno de la plaza de los Padres de Gracia. Los vecinos y comerciantes del Alpargate se debaten entre la indignación y la compasión, y el problema no es fácil de resolver. Hablamos de los indigentes o personas sin techo que, con las benignas temperaturas de la primavera y el verano, se instalaban allí a pasar la noche. Con sus colchones, bolsas y demás pertenencias. Algunos, tranquilos y discretos. Algunos más limpios que otros, en la medida en que viviendo en la calle se puede mantener una buena higiene. Algunos más pendencieros, o tendentes al alcohol, o con la mano larga para distraer algo de un comercio o de un banco del parque. Ya lo dicen desde Prolibertas, el comedor trinitario: «Tenemos a los que nadie quiere». Van allí a comer, quizá a recibir algún tipo de ayuda, y se quedan en el entorno. Y no es cómodo.

No es cómodo para los usuarios de la Biblioteca Central encontrárselos descansando al fresco del aire acondicionado, o utilizando los aseos. No es agradable ir con los niños al parque y encontrar a personas de las que no sabes si te puedes fiar, y que, llegada la noche, tienen cama en los bancos o en la zona peatonal, pero no tienen cuarto de baño. Suciedad, olores, falta de higiene, tal vez gritos y peleas... La versión de vecinos y comerciantes podrá ser más o menos exagerada, pero aquí tenemos una realidad, una realidad incómoda.

Ellos dicen que adónde van a ir. No es fácil de entender, ¿verdad? Pueden ir al albergue municipal. Puede que digan la verdad cuando afirman que allí no hay suficientes plazas, pero desde luego que son sinceros cuando señalan que aquello es para ellos como una cárcel, con sus horarios y sus normas que cumplir. Uno, o una, no vive en la calle para que le obliguen luego a acostarse a las diez, por ejemplo.

¿Y qué culpa tienen los vecinos de eso? Pues ninguna. Pero, ¿qué culpa tienen los sin techo? Soy incapaz de encontrarla. Porque detrás de las personas que viven en la calle hay mucho más que la pobreza. Hay historias complejas, huidas y fracasos, enfermedades mentales, desarraigo, decisiones tomadas sin saber que iban a marcar un futuro del que no es fácil salir, abandono, dolor... ¿Adónde van a ir? Salen del Alpargate y caerán en otro sitio donde se sientan seguros -en los Patos amaneció muerto un indigente el viernes- hasta que llegue el crudo invierno y se inicie una historia diferente.

El Ayuntamiento de Córdoba ha actuado con limpieza, seguridad y asistencia social. Un buen trío de propósitos, pues no se trata de desalojos ni de «limpiar» la zona, aunque inevitablemente sea así. La pregunta es de enunciado simple y respuesta compleja, como lo es el sentimiento de vecinos y comerciantes. Están indignados porque les estropean el barrio, les impiden disfrutar de los espacios comunes, les hacen sentirse inseguros y retraen a los compradores. Y les conmueve ver las necesidades y fragilidad de estas personas que apenas tienen nada más que la calle. Y la pregunta, la que necesita muchas respuestas, es: ¿Cómo ayudarles?