La geografía es la anatomía terrestre, el mapa corporal de un planeta que desde el Génesis parecía destinado a antropizarse. Bajo ese símil, es bien fácil corroborar que Viena sea el corazón de Europa, y toda la cadena alpina que otea su devenir por los siglos se posicione como el esternón de la Ciudad Imperial.

Ese corazón se ha infartado varias veces a lo largo de la Historia; la más significativa aquella en la que el Turco estuvo a un tris de alcanzar en ella su más emblemática conquista. El änchluss fue un efecto colateral y humillante de la tropelía hitleriana, no así el efecto decadente, narcisista y psicodélico que se posó en el periodo de entreguerras tras fulminarse un Imperio. Reminiscencias del tiempo perdido es la sublimación de los días de Sissí y el Concierto de Año Nuevo para exorcizar el futuro próximo. Es confortante que el exvoto de un nuevo calendario se sitúe en las partituras de los Strauss; en un concierto en el que incluso la improvisación está improvisada y el morbo se sitúa en las décimas de segundo en las que el público interrumpirá el Danubio Azul para que el director de la orquesta felicite el Año Nuevo. Esos micro segundos de espontaneidad son los más cercanos al salto almonteño de la reja, la confortante excitación de la precisión y el orden en un mundo sumido en un continuo ataque de nervios.

Viena no solo está bien para saludar a la Ciudad y al Mundo este cambio de año. Es el choque simbólico de este tiempo que nos toca vivir. Recientemente los austriacos han coqueteado con la elección de un presidente populista, con reminiscencias xenófobas que entroncaban con los tiempos oscuros en los que la Arcadia feliz mezclaba falazmente antisemitismo y pangermanismo. El Concierto de Año Nuevo sigue teniendo entre su público incondicional a Julie Andrews; más que la Hermana María, la sacerdotisa del edelweis: los tiempos ahora seguros de la posguerra y de una Guerra Fría donde el maniqueísmo se alcanzaba más fácilmente por la mayor simplicidad de los conceptos.

Tampoco es que 2017 herede un mundo más sofisticado. Las nuevas incertidumbres tenían que dominarlas androides y nanotecnologías, pero las barbaries tienen las improntas de las ordalías del medievo, una brutalidad rancia y aleatoria que juega con las épocas de las postrimerías. Antes, las desgracias de la Nochevieja venían repartidas por los tristes peajes de la estadística, en el que la parca se asomaba en el incendio del cotillón en cualquier ciudad del orbe. Hoy, el hecho fortuito está siendo sustituido por la certeza de la fatalidad, marcada por el golpeo de la sinrazón terrorista en el que solo falta marcar los designios del dónde: en este caso, Estambul.

Tiempos convulsos éstos, donde el futuro presidente de los Estados Unidos parangona por méritos propios a García Márquez, pues no tiene quien le cante en su toma de posesión. La turbulencia viene del hombre, como también vino del hombre el Siglo de la Razón. Confiemos, pues, en las palmas de la marcha Radetzky como el mejor de los conjuros.

* Abogado