Ahora llegó la temporada de congresos de los partidos políticos. Los plantean como grandes actos solemnes. Se celebran en lugares enormes y sus organizadores se esfuerzan para que impacte la simbología que les identifica.

Las primeras grandes asambleas políticas las trajeron los socialistas. Después del 28 Congreso (y medio) que repuso a Felipe González en la secretaría general del PSOE y hasta bien entrados los noventa, todos sus congresos fueron triunfales; deslumbraba la palabra y la democracia interna, se celebraban los éxitos propios como si fueran de España y se votaba a la búlgara.

Aznar los copió después, aunque realizó dos cambios significativos, uno, aparentemente inocuo, fue el cambio de color rojo al azul (neón ironizaba entonces el mordaz Alfonso Guerra) y el otro, más hondo, consistió en que el señor del bigote se autoerigió en César del PP al no entender demasiado bien qué significaba la estampa de Faraón que exhibía Felipe González entre los suyos desde hacía años.

Luego los congresos socialistas declinaron; la aparente fragilidad de Zapatero no encajaba bien con las músicas épicas que hilvanan esta clase de exhibiciones políticas. Entonces los congresos pasaron a celebrar victorias parciales y solazar a sus militantes con emociones concretas. El partido dejaba de pensar que lo era todo.

Pero el PP de Aznar y luego Rajoy continuaron con trompetas y pífanos, como si siempre celebraran la toma de Perejil. El viernes mismo se presentaron al país como los reyes de la unidad y liquidadores de la corrupción internas. Pero el globo se les agrietó en unos segundos: la primera sentencia sobre los gurtélidos venía con decenas de años de cárcel y la todopoderosa, y muy soberbia, Cospedal no fue apeada de la secretaría general por 25 votos. Claro que este partido insistirá en su paripé, siempre que pise grandes escenarios, hasta que un día un grupo de amotinados apuñale políticamente al líder en una reunión del aparato.

Los tiempos de los políticos hoy son de fuertes borrascas y embarradas retiradas. Fijémonos en el cónclave taurino que protagoniza Podemos: en Carabanchel no existe memoria de duelo fratricida tan resonante. No se han permitido siquiera dos días para disfrutar de la victoria obtenida, en un tiempo mínimo han llegado al apuñalamiento masivo, y sea cual sea el resultado de las demostraciones de fuerza y patetismo de sus dos líderes, nada acabará hoy. A partir del lunes la batalla continuará.

Resta aún la cita socialista. Estos son doctores en batallas internas con árbitros o sin ellos. Hace unos meses lograron abrazar el espanto al expulsar a su secretario general tras doce horas ininterrumpidas de combate solo acto para sádicos y dramaturgos. Curados de espanto puede que el constante escozor del alma modere sus competiciones de primavera. Claro que Pedro Sánchez aspira al desquite sobre todo. Es inimaginable que sus palabras suenen a las bendiciones con que Petrarca regalaba los oídos de Laura.

* Periodista